martes, 2 de septiembre de 2008


El reflejo amarillo le cubrió la cara. Soledad lo sintió cálido y artificial. La lenta progresión de los olores, el movimiento del colectivo y el calor sobre el costado. Y ahora ese reflejo que ascendía y golpeaba desde la funda amarilla de los asientos.
Miró a los otros pasajeros. Ellos también. Y el hombre recostado sobre la campera azul, resoplando como si acabara de correr, con su pelo negro y seco, y el rostro casi anaranjado, con la barba recién crecida.

El sol está en el preciso lugar, le da directo a los asientos que resplandecerán todavía un rato. Sin embargo, aun cuando ya no quede luz y sea reemplazada por los pequeños fluorescentes del pasillo, la voz del manager no callará.

Esa voz la había acompañado desde el comienzo, irregular y socarrona, después de un tiempo se descubría el patrón que subyacía a ella. El juego de cartas, los trucos, los envidos, la bravura recordada de la adolescencia, la degradación y el temor hacia su mujer, “la Estela”, las bromas, el indicativo, por sobre todas las cosas, la reiteración de decir lo evidente una y otra vez. Hay un gato sobre la alfombra, el gato está sobre la alfombra, ahora se rasca, y todos podemos ver al gato sobre la alfombra.
Detrás y adelante del manager, pero siempre detrás, las dos cabezas con el pelo muy corto y equipos deportivos de marca. Las dos voces, que todavía conservaban algo de infantil y de asombro, respondían a las jugarretas del manager con poca habilidad. Cómo no perder ante semejante jugador de cartas. Cómo no quedarse boquiabiertos ante las futuras luchas que sonaban tan prometedoras en el exterior. Si Jaime ya había viajado a España y Australia. La voz del manager se metía en cada espacio abierto en el aire, entre los dientes de Mauro y la campera azul del durmiente del asiento 23. Copaba el aire con promesas destinadas a los luchadores, sólo para ellos, porque ellos eran pibes especiales, con mucha garra, como la que él había tenido cuando también era un pibe, como ellos, y con la misma garra. Y por supuesto, el gato seguía inmóvil sobre la alfombra.

Cuando el reflejo amarillo desapareció Soledad sintió que el viaje pasaba a otra etapa. Era una de las metamorfosis que había visto tantas otras veces. La luz blanca de los fluorescentes molestaba a los pasajeros que querían dormir pero no era suficiente para los que querían leer o mantenerse despiertos. La luz producía la misma sensación que producen las moscas de la fruta cuando rodean un durazno exquisito, pero que es terminado con repugnancia, porque finalmente uno cree que ha estado habitado por moscas y mosquitas y una progenie invisible pero igualmente repugnante. Y el durazno rebota en nuestro interior como si nunca hubiera perdido su forma esférica y tibia, como si todavía fuera el palacio macabro de las moscas. Y la luz era el reverso del durazno pero blanco y frío, el durazno aséptico y dosificado en luces rectangulares y equitativamente distribuidas.

La voz del manager se fue volviendo cada vez más líquida y nostálgica. Los chicos parecían no escucharlo, el que estaba sentado más adelante se había escapado de la conversación jugando con su celular. El más chico asentía y le contaba algunas cosas sobre sus hermanos y su mamá.

Soledad había podido recomponer una parte de la historia, pero le parecía a la vez trillada y atroz. Las peleas del barrio, el niño flaco pero ganador, el pibe con garra y sin mañas, la madre dulce, todavía joven pero con demasiados hijos, y la oportunidad de que su hijo peleara en una escuela de boxeo de verdad, con un capo como el señor Carlos manager, él tan simpático y buena gente. En un momento la voz se volvió infinita, elástica y llena de protuberancias. Desde la garganta del sr.manager se volcaba sobre los asientos y sobre las caras como antes lo había hecho la luz amarilla. Soledad envidió a los pasajeros sentados más adelante, inmunes, o acaso menos perjudicados. En un momento pensó en desbaratarle el juego de cartas, desparramar el mazo en la jugada ganadora.
El costado que antes se había entibiado por el sol, ahora recibía el frío que traspasaba el vidrio. La desconcertó una luz verde que iluminaba una pequeña casa a la vera de la ruta. La hora de la cena, la hora en que Felipe descendería de la calle para entrar al baño cargado de ojeras y se dejaría estar aterrado por las arañas que habían tejido su tela en el techo, en el rincón opuesto a la ducha, y que nunca se decidía a matar. Aterrado, con los ojos abiertos, mientras sobre el cuerpo le llovería el agua cada vez más fría, miraría fijo a las arañas y les pediría perdón.
A esa hora, otra etapa, el hambre y el sueño desfigurados, la hora de la cena en el resto del mundo, pero no en ese viaje que había empezado más temprano, desfasándolos. La hora de la película, de la luz azul filtrando los pensamientos.
La luz azul y el sonido demasiado penetrante de la película cortó con condescendencia la voz. Soledad lo miró por primera vez a la cara, después de haberlo imaginado durante todas aquellas horas, y el manager la miró a su vez, aturdido por el sonido, agotado. Le hizo un gesto como para saludarla… el gato está sobre la alfombra, le dijo, y se fue quedando dormido.