lunes, 15 de junio de 2009


Sintió el sonido de las tuberías, el recorrido del agua como amplificado sobre las paredes. También escuchó la musiquita del piano y pudo imaginarse a la chica del quinto, tocando mientras su padre acomodaba las boletas o leía el diario. Y allí permaneció escuchando, desde la tarde que ya se terminaba. Pensó en su hermano. Su hermano le había pedido que no abandonara la ternura que el mundo estaba perdiendo. A ella le había parecido cursi y había apurado la despedida. Sin embargo, y aunque su hermano no se lo hubiera dicho como una advertencia, ella estaba perdiendo cierta ternura. Se quedaba horas aferrada a la punta de la mesa, como si fuera un animal de río expuesto a la tierra y al aire, respirando con dificultad y secándose de a poco.
Ahora se imaginaba a su hermano, muy lejos de ella, en la casa pintada de rojo y atiborrada de muebles de madera. Haría frío y su sobrino andaría matando sapos y culebritas. El sol le estaría pegando en la cara a su sobrino y su hermano lo llamaría por sobre el sonido del violín. Esa escena se le había quedado grabada en la memoria desde que había compartido unas vacaciones con ellos. Cuando caminaba por la ciudad y miraba las ventanas encendidas de los departamentos y las casas, siempre se acordaba de la casa de su hermano y de las verduras secas sobre el aparador.
El pelo ya se le había secado por completo. Al levantarse se dio cuenta de que se le había dormido la pierna sobre la que se había sentado durante tanto tiempo. Esperó a que la sangre regresara y sintió un dolor mezclado a hormigueo. Siempre le había gustado imaginarse a miles de pequeñísimas hormigas, se las imaginaba grises y negras, caminando dentro de sus piernas, algunas se detendrían a besar el hueso o lamerían la sangre, pero todas correrían hasta tranquilizarse. Cuando se le pasó se terminó de incorporar y subió a la terraza. Las paredes blancas y la elevación. Abajo el río y el puente, las chimeneas de la química perpetuamente encendidas, las casas y la cancha. Ese domingo no había partido ni práctica, por suerte, pensó. Y pensó que a su hermano le hubiera gustado mirar el partido desde ahí. Se subió a la cornisa y miró las ventanitas iluminadas, sintió que tenía mojada la frente y las manos húmedas, intentó silbar pero no pudo. Se dejó caer y se olvidó.

lunes, 1 de junio de 2009


Corríamos el velo para ver lo que estaba allí afuera y allí afuera no había nada. Nada que pudiera ascender y cobrara cuerpo, ni una sombra pequeñita de nada, nada de nada. Ni una mujer acomodándose los zapatos verdes mientras la lluvia golpeaba su espalda, ni un hijo encolerizado y mudo mirando a la mariposa contra la pared, plateada, cubierta de polvo, mariposa doméstica y quizás antaño fabulosa pero ahora nada, ni las antenas ni las alas ni el chico posando su mirada sobre ella, ni la madre escrutando la soledad de su hijo. Nada. Ni la intimidad de los ancianos, Elsa y Felisberto, los ancianos amarillos que soplaban el molinillo de papel de colores, ni su nieto mirándolos. Ni tampoco el árbol mutilado por modas urbanas, ni siquiera el gato, ni los papelitos, ni el río, ni los mandalas. nada. Sólo el velo, pesadísimo y áspero. El velo que en realidad, mirándolo de cerca, era dos o tres capas de velo, una, la del medio, amarronada y como de tela de arpillera y en el medio los restos de un pegamento que alguien hubiera puesto groseramente. Una capa y otra y otra, la malla tejida y compacta, y quizás el olor, sí. Detrás del velo, o mejor, en el velo, el olor a humedad y a mancha vieja, y un poco más allá el velo manoseado, sobre todo en las puntas, como es lógico… recién hacia arriba como esfumándose hacia el naranja un pedazo de velo intacto pero gastado por los años. y aquí la noche, y un poco de frío: el velo inútil para el abrigo.