lunes, 25 de agosto de 2014

"Leer abre hacia afuera"

Que la inocencia me valga. Camino, siempre rápido pero no por eso menos atenta al universo. Y me detengo: en la puerta de un edificio público, del poder judicial, en 13 y 46, un cartel extremadamente poético reza lo siguiente: "LEER ABRE HACIA AFUERA". Más allá del carácter más o menos transitado de la frase, me parece interesante ese llamamiento a la lectura, me parece sugerente el "hacia afuera", nada de torremarfilismo ni lectores reconcentrados, torturados, existenciales, consumiendo sus horas en silencio. Una lectura hacia afuera ¿colectiva?, metida en el fango de lo real pero a su vez, abierta. Una lectura en voz alta? palabras que permitan despegar la vista de las letras y lanzar una mirada sobre el mundo. Y además, volviendo a la materialidad del cartel, nada muy sorprendente, pero sí contundencia: letras negras (times new roman y arial?) hendiendo el blanco de la hoja, dos pliegos apenas superpuestos, algo de la mejor tradición de la poesía visual, un viaje a los orígenes del grafismo poético. Qué bárbaro, macanudo y magnífico, pienso, mientras alisto el celular para capturar la foto. Y, convocada por el cartel, LEO, sigo leyendo.. nuevamente LEER y expresas instrucciones para abrir la puerta "Atención, para ingresar, bajar el picaporte". La bofetada pragmática me derrumba, el "hacia afuera" es para la puerta, no para la lectura. A quién se le ocurriría un cartel semejante? Pero no me importa, porque para leer también hay que bajar el picaporte en su totalidad y tirar con cierta fuerza hacia afuera, y "pasando esta puerta al fondo", encontrará usted, al otro.

jueves, 21 de agosto de 2014

Texto que tendría que haber escrito hace 10 años

Una región que vuelve es aquella hecha de tierra y deseo. En mi caso, de cielo, pájaros negros y deseo.
Una región que vuelve siempre es desértica o escenográfica, hay pocos pero definidos objetos y personajes, en mi caso, una terraza de paredes blancas, medio descascaradas, en un edificio de los sesenta, en una ciudad del interior. El desierto está cuando nos inclinamos por sobre la baranda que da al río y vemos subir el calor por la pared, una imagen que tiembla. Sabemos que la pared está ardiendo en el centro del verano porque por ella asciende ese aire caliente que mueve las cosas. Y después, no mucho más, ropa tendida, la cancha de futbol, el perro negro, tan feo, pequinés o de alguna de esas razas inconmensurablemente feas.
Una región que vuelve, recurrente, vuelve mejor si se hizo a la siesta o por la madrugada, sobre todo porque los sonidos y las voces se dicen de otra manera y hay un silencio que es como sobrenatural pero lleno de ruidos: en mi caso, la siesta, la terraza, el tráfico lejano del puente nuevo que conecta la ciudad con el campus universitario y la zona de quintas; y algunos otros sonidos, la respiración, el clack clack de cuando se acomoda la columna o el cuello, una percusión chiquita que empieza en las manos, con chasquidos secos y lentos que se vuelven brillantes.
Pero también, una región que vuelve, en la madrugada, está hecha de cielo y pájaros que, contradiciendo el orden natural del universo, cantan a la madrugada una música que nos parece que anuncia cosas, la llegada inminente del día, pero también cosas menores, disputas entre los pájaros, resquemores, cortejos, cotilleos, oraciones fúnebres, burlas.
Una región no vuelve con todas sus cosas, ni tierra ni deseo: fango, terremoto de lo espeso.