Todas las mañanas despega un cohete de mi casa.
La plataforma de lanzamiento tiene desperdicios, restos del día anterior.
Sobre las paredes quedan marcas pardas de combustible y crecen pequeñísimos organismos que tengo que retirar al amanecer.
Primero el agua inunda las paredes octogonales del recinto. Debo asegurarme de que la válvula de compresión quede sobre el nivel del líquido.
Luego proveo a la nave del cargamento delicado que irá a suplir al resto de la misión.
Reviso que todos los compartimentos queden absolutamente cerrados.
(Un brillo extraño se levanta del río. Amanece sobre los Apeninos)
En la cabina no hay nadie. Un aire embrutecido golpea y rebota contra los espejos de aluminio.
El fuego corona la base de la embarcación y se agitan los pájaros, los perros y las liebres. Todos los días las fieras vuelven a temer el lanzamiento y presienten el sismo.
Hormigas y abejas enloquecen.
Tiembla alrededor el mundo y se entibian las rocas.
El agua se calienta y se agita. Sube y humedece el cargamento.
Los animales quedan alertas y regresan. El olor que se desprende de la nave los atrae porque no pueden recordarlo.
Comienza el ruido sordo. El cohete quiebra el cielo y alcanza el espacio. El líquido aromático inunda la cabina.
Es casi mediodía y en el cielo raso queda una estela gris o blanquecina .
El olor inunda el valle. Sobre la hierba descanso atenta a las comunicaciones.
Tarde llega la señal desde el espacio. Los exploradores agradecen en un idioma casi reumático y exigen, como si algo pudieran exigir desde donde están, un nuevo cargamento de café, tostadas y algún cigarrito.