Mi paisaje manchado comienza con una palabra: Iruya. La escuché hace aproximadamente nueve años, tu hermana me habló de las noches en Iruya, de un lugar suspendido en la montaña, fuera de la geografía. A mí la palabra me sonaba a oriental, una noche estallada de luces en algún punto entre China y el norte del país al que se llegaba con mochila y cansancio. Me imaginaba poca cosa, el recinto minúsculo de la carpa, a ellos dos en la intemperie, una predominancia de azul, frío y silencio. Era una imagen típica de montaña, de chicos que se van de mochileros siguiendo la ruta imaginaria de muchísimos otros hippies que viajaron antes que ellos, de cabritos y perros o burros que nacieron en las entrañas de la tierra, de incas y del polvo que nunca deja de volar aun cuando no sople ningún viento. Así llegaron ellos y así llegaríamos también nosotras, sin misticismo, aunque yo llevara esa palabra imantada y llena de arborescencias.
Las leyes en Iruya son claras, aunque no tengo una fotografía, las recuerdo casi de memoria. Un cartel blanco que cuelga sobre la pared de la oficina de turismo reza lo siguiente: “Usted entra a un pueblo con identidad propia”; “No le saque fotos a las personas del lugar sin su previo consentimiento”; “respete a los animales”; “no dé monedas a los niños”; “no altere la naturaleza con prácticas agresivas o perjudiciales”. En Iruya, como en muchos otros lugares, hay chorrera de niños y de perros, hay calles empinadas que son como montañas en miniatura y un oxígeno que entra lento en los pulmones y que trae sol y tierra, a la vez, hasta el fondo de los alveolos. A donde se mire hay potreros, más o menos delimitados. Se juega rápido. En patios que lindan con los gallineros y los corrales, en la plaza, en el filo de la tierra, hay una cancha y una pelota que vuela y se detiene. No conviene que la pelota se vaya, ni en Iruya ni en San Isidro, porque ir a buscarla supone lanzarse al precipicio o pedirle a una oveja que está a 500 metros de distancia que cabecee como nunca en su vida, por eso los jugadores son precavidos y astutos. Juegan hombres y mujeres, chicos y niñas. También juegan al vóley. En un hostel de Iruya nos encontramos con una chica muy bien intencionada, profesora de historia, clown y posible militante que quería emancipar a los iruyenses demostrándoles a los varoncitos patriarcales que las mujeres también sabían patear, pero mijita, eso ya lo saben, no es necesario que usted venga a enseñarles nada. En Iruya también van a enseñar tango, hay clases de inglés y de yoga. En la Iglesia que está a la entrada del pueblo suena una música fronteriza: entre milonga y flautas de Brasil. ¿Qué es esa música, nos preguntamos, que se toma con chocolate caliente mientras se reparten premios? Las prácticas están desfasadas, o mejor, recolocadas. Al costado se venden empanadas dulces de cayote recubiertas de azúcar. Son exquisitas a la hora del mate cuando en el paladar chocan con lo amargo de la yerba y el frío comienza a subir.
De Iruya a San Isidro hay dos horas y media de camino, eso en invierno, cuando el río está prácticamente seco y tres o cuatro perros del lugar se ofrecen espontáneamente como guías de excursión. En verano se va por arriba de la montaña porque la fuerza del agua es “arrolladora”, levanta piedras y golpea, abre la tierra y mata animales. El camino se hace por momentos invisible pero luego recomienza. Vemos espejismo de caminantes que van delante nuestro y luego desaparecen. Tengo mi palabra desperdigada en el pedreguño y en el hilo helado del agua. La vegetación es enana y parda pero de vez en cuando se alza en un pino o en un árbol medio seco. Dudamos. ¿San Isidro es ese cúmulo de casitas que se alza a la derecha o el que saluda a la izquierda? Tres o cuatro chicos se ríen. Para llegar al pueblo hay que subir una escalera que está tallada en la montaña: “esto no es el Señor de los Anillos, esto no es el Señor de los Anillos”, me digo, aunque me salga tan perfecta la imitación de Gollum y ese de allá parezca un hobbit. Esto es San Isidro, casi la Meca de los viajeros, casi el punto más alto del culo del mundo, aunque más allá esté San Juan, otro puñetero pueblo de montaña, más chiquito y muchísimo más ancestral.
Tengo también mi imagen para este pueblo, es una imagen más nueva y felizmente, inexacta: una terraza que pende sobre un acantilado, el último lugar de la tierra y luego, el vacío. Descubrimos que también ahí, en el peñasco solitario, hay direc tv, las mejores empanadas fritas y unas bombas de papa que serían dignas de una tercera guerra mundial. Un señor descansa a la sombra, frente al retrato gastado de Tupac Amaru. Nos preguntamos por los límites inestables de esa tierra que parece estar haciendo equilibrio y nos tiramos al sol, para que fermenten las empanadas y el viaje y se nos distiendan los músculos de las piernas.
Laxo social.
Hace 4 años