"Mi primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja derecha. Tenía la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño, pero la carne del lóbulo aparecía abultada como una magdalena recién horneada. Se trataba de la primera vez que le inspeccionaba la oreja a alguien. Observándola con atención pude constatar que, en comparación con otros órganos del cuerpo humano, la oreja es, desde el punto de vista morfológico, un gran enigma. Presenta, en algunos puntos, pliegues y vueltas hasta lo irrazonable, en otros, protuberancias y depresiones. Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma en el transcurso de la evolución con el objeto de captar mejor los sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes deformes, parece un único agujero negro que se abre como si fuera la entrada de una gruta misteriosa.
Pensé en las minúsculas moscas del poema de la novia de mi amigo, anidando en los oídos. Penetraban en su cálido y oscuro interior transportando un dulce polen adherido a sus seis patitas, mordisqueaban la rosada y suave carne, sorbían su jugo, ponían sus pequeños huevos en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el zumbido de sus alas."
Este es un fragmento del cuento "Sauce ciego, mujer dormida" de Haruki Murakami, que pertenece al libro homónimo.
Me quedé pensando en las partes irracionales de un cuerpo, en la posibilidad de que algo "natural" pueda ser irracional, desquiciado, caprichoso. La dificultad para dibujar una oreja, para copiarla del natural, se fundamente quizás en la arbitrariedad de su forma, en la manera que tiene de fugarse hacia adentro y hacia afuera, generar pliegues, volúmenes, sombras. Que haya en el cuerpo algo que excede. Las rodillas huesudas proclives a los accidentes, la vulnerabilidad de los codos, la protección casi nula y a la vez importante de las pestañas. Las partes blandas y la resistencia.
Hace unos días vimos una obra de danza y canto experimentales. En un momento algunas bailarinas comenzaban a sacarse la peluca blanca y después la red que les sujetaba el pelo e iban tirando uno a uno los invisibles como si fuera una lluvia muy precisa y dura. Cada invisible caía a una especie de brecha que se formaba entre los bloques sobre las que estaban las bailarinas, caían y sonaban, unos seguidos de los otros. Con el pelo suelto comenzaban a generar otra danza. Lo estiraban, lo separaban en mechones, hacían un rodete o una cascada. Cada movimiento parecía querer ordenar eso irracional y a la vez lo permitía, lo ponía en primer plano.
La teoría de la evolución pronostica la desaparición incipiente del dedo chiquito del pie y de las muelas de juicio. Somos un cuerpo que se va descomponiendo porque no se usa o no se usa del todo, tenemos partes prescindibles y azarosas, quizás aparezcan otros órganos o nuevas facultades, pero pareciera que nunca se podrá comunicar la experiencia de un cuerpo a otro, la experiencia de la fiebre, de la excitación, del miedo. El otro puede sentir algo parecido, puede haber pasado por los mismos estados, pero cada estado en sí está cerrado para el otro. A veces recordamos que tenemos una espalda, un hueco entre la boca y la nariz, el costado del pulmón, tobillos y es como si la memoria lo volviera todo irracional, todo real e inverosímil.
Laxo social.
Hace 4 años