Me dijeron que el chico Purdy vivía casi escondido en aquella casa. Salía recién a la tardecita a comprar algunas cosas y saludaba de lejos a Ester que siempre estaba afuera por aquellas horas. Suponemos que entre los dos podían haberse entendido, o al menos que su presencia constante en la puerta de su casa era otra forma de esconderse. Quiero decir, hacia afuera, una forma hacia afuera de esconderse. Por lo demás Ester estaba en la silla de ruedas y miraba. Era una calle de poco tránsito y las casas estaban rodeadas de álamos. Nos gustaba pasar por ahí sobre todo en otoño y mirar hacia arriba. Quiero decir, mirar con la cabeza hacia arriba las hojas que mientras más las mirábamos, más iban perdiendo sus formas precisas. No, no es lo que quiero decir, las hojas eran sumamente precisas pero nosotros pasábamos de mirar sus nervaduras y sus salientes a mirar los espacios de luz y cielo que quedaban entre ellas, entonces, ahí, perdían o perdíamos, nosotros, los contornos. Entonces, estaba diciendo que Ester se sentaba en la silla de ruedas y regaba la vereda. Cuando pasaba el chico Purdy ya no. A esa hora no tenía sentido porque lo que le gustaba, una vez me lo dijo, era dibujar con el agua y que coincidiera el dibujo con la sombra de las cosas. Los álamos pero también algún perro dormido o un auto estacionado, cualquier cosa. Entonces pensábamos que la casa de Ester era en realidad ese margen entre el interior, porque estaba por lo general detrás de la reja, y asomaba su mano, y el exterior, y que el chico Purdy había empezado, pensamos, a ser parte de la casa, parte del decorado móvil y silencioso, pero también algo más, quizás el recuerdo de una carretera en la noche o un cuerpo sobre el que Ester podría haber ejercido violencia, o no sabíamos que cosa de imprecisión, pero algo más también, en la forma en que se detenía a mirarla desde la esquina y por la manera en que sus ojos recorrían la superficie cromada de las ruedas y ascendían hasta el pecho cubierto de Ester y de ahí a su ojo o a su pelo.