miércoles, 11 de julio de 2012

Para María, que dice que ando abandonando el blog (y tiene razón)

"A una edad en que los niños se desesperan por hablar, él puede pasarse horas escuchando. Tiene cuatro años, o eso le han dicho. Ante el estupor de sus abuelos y su madre, reunidos en el living de Ortega y Gasset, el departamento de tres ambientes del que su padre, por lo que él recuerde sin nunguna explicación, desaparece unos ocho meses atrás llevándose su olor a tabaco, su reloj de bolsillo y su colección de camisas [...] y al que ahora vuelve casi todos los sábados por la mañana [...] para pedir [...] ¡que baje de una vez!".

Ese es el comiendo de "La historia del llanto" de Alan Pauls.
Ese es, ese y algunas páginas más, las pocas que me permitió leer la lámpara, hermosa pero tacaña, de la sala de espera del dentista, no el comienzo, sino el desarrollo de otras cosas que sucedieron antes:

-el día que descubrí que él estaba hecho de olor a cigarrillo y a tostadas, y que el centro del olor se concentraba en el acolchado turquesa de cuadraditos apenas delimitados por un hilo del mismo color, que se levantaba en sobre-relieve para indicar la geometría delgada de cada cuadrado.

-la sensibilidad y ciertas ideas: la artificialidad de la felicidad frente a la verosimilitud del dolor, ideas que ahora, no comparto.

-el día que fuimos a ver una obra de teatro/música basada en la novela de Pauls, mucho antes de que hubiera un principio posible, y el niño gigante, el gigante vestido de niño que leía el comic de superman. Los músicos enmascarados. La selva inexplicable, inexplicable, mamá, así que no te sientas mal. Nadie entiende nada pero aplaudimos.

-La pileta. La yema de los dedos enrojecida y debilitada. La luz del atardecer sobre los hombros.

-"El pasado", sin leer.

1 comentario:

.María. dijo...

gracias por volver no era lo mismo sin voce.


te regalo un regalo

Leche de la Underwood

Por delicadas que sean, las mañanas
envilecen; lo destructible vacila
y lo que pareciera, frente a nosotros, perdurar,
no nos acoge, menos cruel que indiferente. Animal
anónimo, por más que grites, nadie escucha,
y ni por lejos la lengua es la que conviene.
Existe, tal vez, en alguna parte, un idioma,
nadie niega, pero habría que desandar,
salir, si fuese posible, del centro de la noche,
y empezar de nuevo con otra clase de balbuceo.
Tantas tardes que resbalan:
ya no se sabe
en qué mundo se está, y sobre todo si se está
en un mundo. Se muerde
un fantasma de manzana, mientras sigue merodeando,
como desde un principio, lo oscuro. Destellos
de un sol de invierno en la ciudad
transparente; brillos, rápidos o lentos,
que algunos blanden como pruebas
abandonándose, soñadores, a su tibieza. Entre tantas
estrellas, esperanzas: relentes
de un reino animal.