Una región que vuelve es aquella hecha de tierra y deseo. En mi caso, de cielo, pájaros negros y deseo.
Una región que vuelve siempre es desértica o escenográfica, hay pocos pero definidos objetos y personajes, en mi caso, una terraza de paredes blancas, medio descascaradas, en un edificio de los sesenta, en una ciudad del interior. El desierto está cuando nos inclinamos por sobre la baranda que da al río y vemos subir el calor por la pared, una imagen que tiembla. Sabemos que la pared está ardiendo en el centro del verano porque por ella asciende ese aire caliente que mueve las cosas. Y después, no mucho más, ropa tendida, la cancha de futbol, el perro negro, tan feo, pequinés o de alguna de esas razas inconmensurablemente feas.
Una región que vuelve, recurrente, vuelve mejor si se hizo a la siesta o por la madrugada, sobre todo porque los sonidos y las voces se dicen de otra manera y hay un silencio que es como sobrenatural pero lleno de ruidos: en mi caso, la siesta, la terraza, el tráfico lejano del puente nuevo que conecta la ciudad con el campus universitario y la zona de quintas; y algunos otros sonidos, la respiración, el clack clack de cuando se acomoda la columna o el cuello, una percusión chiquita que empieza en las manos, con chasquidos secos y lentos que se vuelven brillantes.
Pero también, una región que vuelve, en la madrugada, está hecha de cielo y pájaros que, contradiciendo el orden natural del universo, cantan a la madrugada una música que nos parece que anuncia cosas, la llegada inminente del día, pero también cosas menores, disputas entre los pájaros, resquemores, cortejos, cotilleos, oraciones fúnebres, burlas.
Una región no vuelve con todas sus cosas, ni tierra ni deseo: fango, terremoto de lo espeso.