“Me llamo Dolly, como el personaje de la película de Barbara Streissand.”
Dolly trabaja en el hotel Franci de Mar del Plata, en el turno de la noche. Cubre su cuello largo con un pañuelo amarillo y tiene el pelo blanco apenas sostenido por una peineta de acrílico. De joven trabajó en capital, en una compañía de seguros y hacía colas larguísimas, desde las cuatro de la mañana, para ir a las funciones del Colón.
Dolly modula su voz mientras nos cuenta muchas cosas, reparamos en la forma extraña de su nariz y en el movimiento enérgico de sus manos.
Sus padres viajaron por todo el país como si fueran una familia de gitanos, pero ella siempre fue la “nena”. Dolly tiene dos vicios: hablar y la literatura. El vicio de la literatura dice ella que comenzó a los doce años, cuando leía a Dostoievsky y a Chéjov, pero que como era un vicio tuvo que dejar de hacerlo. Dolly dice “yo no tengo lenguaje”, seguramente para aludir a su “falta de estudio” universitario o al vocabulario más técnico. Sin embargo, nos habla durante horas siempre bordeando el secreto. Saca una carpetita hecha con la tapa de algún envase de cartón en la que guarda recortes y selecciona los apropiados para nosotras “a vos que vas a ser docente, uno sobre Horacio Sanguinetti, el ex director del Colegio Nacional de Buenos Aires, sobre la crisis de la vocación docente”, para todas una columna deportiva que habla sobre Maradona pero de la que Dolly destaca su carácter poético. Así comienza el artículo: “Zurda galáctica viajando por el tiempo, estrella fugaz perforando el universo. Paraíso y ostracismo, brillo y oscuridad. De Fiorito a la cima sin escalas. Poeta del verde césped, pie de mármol dejando la estela. Cósmica figura bailando en el espacio. Magia inmortal, música. Diez puntos. El fútbol es arte.”
En el hotel nos sentimos como en la casa de una tía. Hay muebles viejos y hermosísimos, de tapizado verde y madera. Hay luz de veladores y música (de esas músicas que no tienen tiempo, música italiana, cubana, boleros, algo de bossa nova) y cuadros que no entendemos del todo. Dolly sabe lo que significan esos muebles y nos cuenta que cuando era joven y vivía en Bs.As amaba tomar cafés y elegía los bares según los muebles que tuviera. “Hay que ver”.
Dolly es una viajera por naturaleza. Siempre viajando, y “en cada lugar hay algo lindo para ver, cosas para hacer y aprender”. Lee con atención las columnas del diario dedicadas al turismo y tiene sus autores predilectos. Viaja parada detrás de la mesa de entradas, recibiendo a turistas de todo el mundo, australianos, coreanos, alemanes, rusos… pero sabe que al fin de cuentas, “todas las personas son más o menos iguales”.
Habla y bordea el secreto “hay cosas, muy mías, que yo no les cuento”, pero sus palabras son más que rodeos para no contar, forman parte de otro centro en el que se va tejiendo la experiencia visible de su vida.
En el hotel se hospedan muchos capitanes de barco, Dolly no los llama “Capitán” porque ahí no están en ningún barco ni son señores de nada pero aprende sus nombres y les recomienda lugares para comer y divertirse. El hotel queda frente a la terminal vieja de Mar del Plata, es una zona en la que todos los hoteles y restaurantes están cerrando o ya están cerrados. El hotel Franci también se va a mudar a una zona más céntrica. Mientras estuvimos ahí no sabíamos qué iba a pasar con Dolly, si iba a seguir trabajando o no, porque en el hotel nuevo iban a utilizar más computadoras, y ella no sabía usarlas. Antes de irnos nos confirmó que sí, que seguía en el turno de la noche. Dolly parece sorprenderse de las cosas buenas que le pasan, el trabajo, las oportunidades que tuvo a lo largo de su vida, el reconocimiento de otra gente. Archiva los papeles y registros de trece años de trabajo, nos llama un remis para ir a la Terminal y nos saluda desde la puerta como si fueran dos los barcos que se van.