Elisa viaja en colectivo. Va desde el centro de la ciudad a barrio cementerio. En la parada siguiente a la que ella ha subido entran al colectivo tres hombres y una mujer. Viajan parados, al igual que los chicos de guardapolvo y que la señora con el ojo vendado. La mujer se queda al lado de Elisa, aferrada al pasamanos del asiento delantero, por lo que vuelca parte de su cuerpo sobre el rostro de Elisa. Ella siente el olor a cigarrillo que emana de todo su cuerpo. Es un olor que viene de lejos, de más allá de la ropa y del último cigarrillo fumado. Es más, Elisa sospecha que hace tiempo que la mujer no ha probado uno, pero sin embargo allí está, llegando tarde de vaya a saberse cuándo, el olor.
Elisa se incorpora, trata de recobrar el espacio que la otra mujer le ha quitado en parte. Mueve sutilmente el torso como si le doliera la espalda por estar en esa posición encorvada y toma aire. La otra mujer se mueve apenas, en realidad, traslada el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Las dos, en el mismo momento, miran por la ventanilla y se topan con el cielo gris de la mañana. Elisa piensa en las acuarelas que acaba de regalarle su novio. Una vez que la superficie ha sido cubierta de gris no tiene más que presionar con el pincel –con la suficiente cantidad de agua- para generar un espacio en blanco, es decir, trasladado al cielo real, la nube que se asienta espaciosa sobre los árboles y los cables de luz. Es una de las pocas técnicas en la que el encuentro entre el pincel y la hoja actúa por defecto, borrando el color, pero claro, se trata del agua, que erosiona la superficie de la hoja y se lo lleva. Los cables de la ciudad, aunque por momentos los aboliría y desearía un cielo limpio de todo, incluso de pájaros, le parecen necesarios, el punto en el que puede descansar el ojo humano antes de elevarse a las alturas y perderse, el escalón de civilización que se asemeja a un renglón de partitura o simplemente a un renglón cualquiera. El trazado aleatorio de los pájaros que se posan de vez en cuando, o los hombres que arreglan el cableado después de una tormenta son las intermitencias necesarias para completar la composición. Piensa además en las estructuras de hierro que se levantan en las grandes extensiones de tierra a la orilla de la ruta, que sostienen los cables de alta tensión y tienen forma de cabeza de vaca. Le gustan por su parecido con esos animales tan comunes y a la vez misteriosos, y porque son gigantes pero llenos de aire. Le gustan por el dibujo que imprimen sobre el cielo y las plantaciones. Le gustan las cabezas de girasoles alineadas y a millares. Pero ahora está muy lejos del cielo gris que ha venido a despertar todas esas asociaciones. Por su parte la mujer se ha fijado en la manera en que resaltan los otros colores sobre el fondo iluminado. El árbol con las flores rosas contrasta especialmente y parece proyectado en otra dimensión, como si fuera una figura recortada y puesta en relieve sobre un fondo plano. Piensa en las compras que le falta hacer y se imagina las grandes hojas de espinaca saliendo de la bolsa de los mandados y los huevos desparramados por ahí, siempre a punto de romperse, mezclados con las naranjas y los rabanitos. De todos modos sabe que nada andará desparramado por ahí, que los huevos vendrán en una caja de cartón, otra vez, rosa o gris, o a lo sumo envueltos en papel de diario, que las hojas de la espinaca no serán tan grandes y que acostadas entrarán perfectamente en el fondo del bolso, y que las naranjas, no sabe por qué, siempre andan juntas, buscándose como polos magnéticos, rodando una en contra de la otra, como si buscaran acomodarse otra vez a la forma del árbol del que fueron arrancadas. Tose despacio mientras se tapa la boca con el brazo libre, desde temprano ha sentido una molestia en la garganta y a pesar del vaso de agua que tomó y de toser más ruidosamente en su casa, no se le ha ido. Están pasando por la zona del hospital, afuera hay un puesto de diarios y algunos kioscos. Las dos mujeres se imaginan el alivio con el que los acompañantes de los pacientes saldrán a comprar el diario o alguna revista, a tomar aire entre los canteros con flores del frente del hospital. Cruzarán las palabras justas y necesarias porque el estar allí los justificará para la parquedad y también para la excesiva amabilidad. El puesto de diarios así como los kioscos de alrededores y la farmacia, todo quedará en la misma atmósfera de excepción, de personas sobre las que no pesan las mismas convenciones porque se está enfermo o se tiene a alguien a quien cuidar.
El colectivo frena un poco tarde en la esquina de 19 y 63, Elisa lo comprueba porque la fila de autos que también esperan a que cambie el semáforo está acomodada, con algunas excepciones, bastante más atrás que el colectivo. A ella le molesta que los conductores hagan eso, que no respeten la senda peatonal, pero ahora, desde su lugar, la molestia disminuye y hasta le parece entendible el hecho de pasarse unos centímetros por sobre las líneas blancas destinadas a los peatones. La mujer y Elisa parecen haber encontrado la forma de compartir el espacio de colectivo que les fue asignado pero sin embargo subsiste entre ellas la incomodidad, que ya no tiene que ver con el espacio sino con alguna otra cosa. Decidida a enfrentarla, porque todavía quedan varios minutos de viaje, Elisa tuerce su cabeza hacia el interior del vehículo, pasa una mirada rápida sobre el resto de los pasajeros y se detiene en la mujer parada al lado de su asiento. Ésta a su vez ha aprovechado para mirar más insistentemente por la ventanilla, libre por unos instantes de la cabeza fija de Elisa. Pasan por el parque. La mujer observa a los feriantes y lamenta que sólo estén allí vendiendo objetos antiguos y cd’s grabados. Le parece que una feria debería ser un lugar de creación y aunque no desconoce sus fines comerciales, ni los desaprueba, porque ella también ha participado de alguna feria cuando era más joven, cree que los verdaderos artesanos son los que buscan nuevas maneras de crear objetos a partir de las facilidades de la naturaleza y de sus propias herramientas –imaginación, inventiva, curiosidad, etc.-. Sabe que es una idea romántica y piensa que quizás los vendedores de objetos antiguos también ejercen algún tipo de actividad creadora, que ya no se basa en la invención de algo nuevo sino en la búsqueda y selección de los objetos que el paso del tiempo y el hombre han venido a denominar “antiguos”. Sin embargo el último pensamiento no llega a convencerla y se entristece un poco cuando el colectivo pasa por la segunda cuadra de parque y observa que la hilera de feriantes sigue exactamente igual: cd’s de música, películas grabadas, antiguos, antiguos, cd’s, monedas viejas, un puesto de comida, ropa usada.
Elisa siente ahora un olor extraño que se cuela por las ventanillas del colectivo. La noche anterior ha llovido sobre la ciudad y la lluvia siempre despierta los olores, los magnifica y los eleva hacia una altura en la que pueden ser percibidos. A medida que ingresa el olor se va volviendo más familiar, a Elisa le da cierta vergüenza reconocer que no le disgusta del todo y que le despierta más recuerdos de los que preferiría. Es un olor entre animal y humano que ha ingresado adherido a la lluvia y mezclado seguramente con otras cosas, pero que se distingue de la masa de olores por su cercanía y regularidad. Elisa no puede saber si se trata de pis de perro, de gato o de humano, o de una suma de los tres, pero ahí está, de algún modo, formando parte de las respiraciones de los veinticinco pasajeros que en ese momento comparten el colectivo. La mujer parada a su lado mueve la cabeza como repeliéndolo, y al hacerlo deposita sin querer, por unos instantes, su mirada sobre la cabeza, primero el flequillo, después los párpados, y finalmente los ojos de Elisa, y ambas saben del olor pero lo perciben de maneras diferentes. La mujer lo asocia sólo con la suciedad y con la costumbre de los hombres de mear parados cuando vuelven de bailar, a la madrugada; o con las casas en las que hay muchos perros o gatos y cuyo olor se va impregnando a los muebles, los acolchados, paredes e incluso, a los mismos habitantes de la casa.
En cambio para Elisa es un olor que le permite intuir el funcionamiento de los órganos, como la sangre de la menstruación o el semen, los restos de los fluidos depositados en la ropa interior y endurecidos. Se acuerda de sostener entre las manos el frasco de plástico en el que su hermano había hecho pis, para los análisis en el hospital, la tibieza del líquido y su color amarillo reconcentrado en el centro y levemente más claro hacia los costados. Le gustaban además las palabras asociadas al examen de orina, los términos técnicos para describir su aspecto y color, orina opalina, transparente, turbia o muy turbia, con partículas o limpia.
Sus ojos se cruzan, entonces, unos segundos, y Elisa se avergüenza de estar disfrutando del olor que debiera aborrecer, pero la mujer no parece juzgarla. Están las dos ahí, compartiendo el espacio reducido de un asiento y el aire a su alrededor pero Elisa ya no desea enfrentarla ni aplacar la incomodidad que quizás sentían. Todavía bajo los efectos del olor, pero también, ahora que pasan por una zona de barrios en el que todas las casas son más o menos iguales, influenciada quizás por la repetición cromática y formal, la mujer ha comenzado a rechinar los dientes. Tanto ella como Elisa se alarman, más aun la mujer, porque son sus propios dientes los que se han puesto en funcionamiento, frotándose los de arriba contra los de abajo, y produciendo un sonido continúo y mecánico. La mujer esboza una sonrisa y se acomoda un mechón de pelo que se había escapado de la media colita en que lo llevaba recogido. Elisa practica los movimientos reparatorios, se fija la hora, saca el celular de la cartera, lo desbloquea y verifica que no tiene ningún mensaje nuevo. Sobre su cabeza los dientes de la mujer siguen rechinando como si un pequeño roedor se hubiera introducido en su boca y estuviera royéndolos con tenacidad. La mujer busca con la mirada un lugar libre en el colectivo, algún otro espacio en el cual colocarse para evitarle a Elisa el espectáculo triste y sonoro de su boca vibrátil, pero a medida que se acercaban a barrio cementerio se ha llenado de pasajeros y viajan todos apretados, parados uno al lado del otro. La mujer intenta abrir la boca pero una fuerza que le viene de no sabe dónde mantiene sus mandíbulas tensas hasta que el movimiento se intensifica, volviéndose más corto y rápido. Pasan cinco cuadras y el sonido no disminuye. La mujer ha cerrado los ojos. La luz gris del día se funde con el color oscuro de sus párpados y deviene en un tejido claro de puntos amarillos y movedizos. El sonido de los dientes se va transformando gradualmente y entra en el tejido como rectángulos de un azul muy oscuro o un pardo indefinible. Cada movimiento es un rectángulo de sombra que atraviesa el tejido de luz y lo va densificando hasta colocarse por debajo. La mujer se deja llevar por el juego y de a poco el movimiento disminuye. Elisa la mira desde abajo, con cierto alivio. La mujer abre los ojos despacio. El colectivo dobla por 131, pasan dos señoras, una de ellas arrastra a un perro que se niega a seguir caminando. Lentamente las mandíbulas se aflojan, siente que va recobrando el control sobre ellas. Elisa la mira con gesto interrogatorio. La mujer comprende y palpa con su lengua el interior de su boca. Elisa espera mientras simula ir guardando las cosas en la cartera. La mujer comienza a comprender y no puede evitar la tristeza y el desconcierto. Vuelve a mirar por la ventanilla y roza apenas con la pierna el hombro de Elisa, ella, que ha esperado el resultado del examen, la mira. La mujer abre apenas la boca y revuelve con la punta de la lengua la arena. Está en toda su boca, cubriendo las encías y llegando casi hasta el nacimiento de la garganta, la lengua de la mujer revuelve sin encontrar un solo diente.