Irene se afirma sobre la puerta con todo el peso de su cuerpo, la sostiene y la levanta unos centímetros para evitar el mínimo ruido. Antes de pasar a la sala asoma la cabeza y mira, luego, sin soltar el borde de madera, pasa el resto del cuerpo y cierra cuidadosamente.
Hemos tomado tantas precauciones.
Yo lavo los platos casi en seco y recién los enjuago al final, cada movimiento es preciso. El agua y la espuma se agotan en la medida justa. Coloco los cubiertos uno por uno en la escurridera y seco las ollas con cuidado de que no se me caigan.
Cada una tiene su manera y nos hemos ido acostumbrando.
Adela, por ejemplo, se desliza sin levantar los pies y nos habla casi en susurros.
La abuela piensa que somos inquilinas y nos atormenta con tangos de los ’30. Los vocifera mientras pela rabanitos o teje “echarpes” que no nos sirven ahora que es verano. Le decimos simplemente “Doña Esther” y ella asiente con gesto de reina y nos pregunta cuándo le pagaremos. De nada sirven los mimos ni los regalos, las fotos familiares o la presencia de los primos más chicos. Esther regentea la casa y se queda mirando horas frente a la ventana de cristal amarillo. Desde lejos oigo que vuelve montada en su caballito gris, envuelta en una manta roja que le ha tejido la vecina. Vuelve atemorizada por los perros y me confiesa que ha robado unas zanahorias muy tiernas y se las ha comido como un conejo. Me lo cuenta y se ríe antes de desaparecer. Reconocemos a la abuela durante esos raptos y le convidamos dulce de durazno –que ha hecho Adela hace unos días, y ha demorado tanto para evitar el más mínimo ruido-. Después retorna la reina y nos apremia para que limpiemos y guardemos el orden. Y nosotras jugamos al silencio como cuando éramos chicas y pensábamos que existía un gigante de oído finísimo que nos comería si hacíamos barullo a la hora de la siesta.