Viene de
acá.
“Mañana”. La palabra comienza a tornarse nociva. El mañana debería construirse de golpe a las 8 o 9, después del sueño, cuando ha habido noche o al menos sensación de haber dormido. Pienso en las actividades de mañana y me imagino escribiéndolas en un cuadernito. Responder los mails, terminar la escultura de Auxilio Lacouture, traducir la lista de compras que dejó María, acompañar al tío de Fernando al aeropuerto. Pienso, debería leer para que sobrevenga el sueño, porque de hecho, hay una parte de mí que ya está dormida, la espalda y las sienes, la piel blanda de atrás de las rodillas y los talones, sin embargo, otras partes del cuerpo me impulsan hacia arriba. Me impongo un tema para dormirme. Mañana debería terminar de pulir las partes sobresalientes del cuerpo de Auxilio. La hice con sus piernas levantadas sobre el inodoro, y los calzones bajos, aferrada al libro de poesías de Pedro Garfias, absorta en el ruido de las botas del soldado que se acercaba al wáter en el que ella permanecía, escondida, pero a la vez, desafiante, protegiendo, como ella decía, como decía Bolaño, el último reducto de la autonomía de la UNAM. A ella con su pelo corto de escocesa o de navegante, la hice con la boca cerrada. En ese momento Auxilio todavía conservaba sus dientes, sólo más tarde los iría perdiendo y ganaría en cambio la costumbre de taparse la boca para hablar o sonreir.
A decir verdad, creo que nos separamos en el momento adecuado. Ella era buena como modelo para mi escultura de Auxilio Lacouture, parecida físicamente a como yo me imaginaba al personaje, quizás levemente diferente la estatura y el pelo, más expresiva, pero con la misma contextura física y el mismo aire voluntarioso y un poco frenético, no de poemas en su caso, más bien de excavaciones y viajes, pero igual en la constancia y la resistencia frente al absurdo. Las sesiones de modelaje eran largas, la hacía sostener el libro con la bombacha esposándole los tobillos, y ella aprovechaba a leer de verdad, y aunque se cansaba bastante rápido porque la posición era incómoda, siempre lograba volver a colocarse de la misma manera en la que estaba, con los codos un poco abiertos, casi como si pensara en cobrar vuelo, los talones levemente levantados, las rodillas hacia afuera, apuntando cada una hacia lados opuestos, y la cabeza baja, pero lo suficiente como para verla, atenta al libro. Mañana terminaré la escultura de Auxilio y además de pulir el brazo izquierdo debería introducir, ahora que ya ha terminado todo, el tiempo futuro en el que Auxilio pierde sus dientes. Debería poder señalarle al espectador que en su boca cerrada está el tiempo del hueco. A Irene le hubiera producido risa esa idea, me hubiera desafiado con la parte de su racionalismo más exigente. ¿Cómo vas a indicar que el personaje perdió sus dientes si la hiciste con la boca cerrada? Pero Auxilio me comprendería. Auxilio me comprenderá y mañana me abrirá su boca con una sonrisa para que yo extraiga de ella, no sólo sus cuatro dientes, no sólo el parecido del rostro de Irene, sino cualquier futuro, porque todas las veces que diga “mañana” mientras orina o lee en el water de la facultad de filosofía y letras de la UNAM, todos los mañanas ya habrán caído estrepitosamente por el hueco de su boca.