El hombre estaba sentado en el sillón verde. Hablaba pero miraba hacia adentro, como si buscara algo en su propio cuerpo. Le contó a la mujer el sueño que había tenido: “mi casa se empezaba a llenar de arañas, había de varios tamaños, algunas ni siquiera me asustaban, al principio, sin embargo, después no podía dejar de pensar que estaban allí, saberlo me hacía mal. Eran grises y hasta parecían de juguete, eran arañas construidas de hilos, estaban como tejidas, pero yo sabía que estaban increíblemente vivas. Algunas se escondían detrás de la puertita de la correa de la persiana. Otras habitaban más cerca del suelo, inmóviles pero atentas. Había gente que entraba y salía de mi casa pero yo no podía prestarles atención, y tampoco podía matar a las arañas porque me imaginaba que al hacerlo explotarían y se desharían en una materia entre viscosa y dura –los hilos?- y esa imagen me causaba mucha repugnancia.”
El hombre calló. La sala de espera se llenó de silencio. La mujer, que lo había estado mirando todo el tiempo –porque era fácil mirar a alguien que no la miraba, que sólo miraba hacia adentro, era fácil seguir el movimiento de sus párpados, el tic involuntario de sus dedos, la crispación de sus manos- comenzó a besarle el brazo. Lo hacía rigurosamente, como si cada punto de beso debiera ser preciso y contundente. Sin embargo cada punto se unía con el otro a través de un movimiento de ligazón que hacia la mujer, un movimiento extraño que involucraba sus labios y su pelo rojo. El hombre le miraba la cabeza y el costado de su cara, desde allí podía sentir su olor, que al principio no le había gustado porque era como si estuviera saturado de duraznos y cítricos. Un perfume de verano o de primavera –un perfume liviano y fresco, habría dicho su hermana, imitando los anuncios publicitarios- que en el cuerpo de la mujer parecían espesarse y madurar. Cerró sus ojos y cada beso fue como parte de una lluvia seca. Se sintió aliviado.
Más lejos dos señores, que parecían mellizos, esperaban su turno. La señora de la esquina leía una de las revistas que habían dejado en la mesita del costado. Era una de esas revistas viejas, de sociales y moda, de recetas y horóscopos. Le conmovió que la mujer leyera con ansias el horóscopo viejo y después pensó que eso quizás no fuera tan diferente a leer las noticias del día. La mujer pelirroja seguía besándolo, el cuello del hombre estaba dibujado con surcos apenas más oscuros que la piel. De la misma forma, lejana y precisa, ella siguió atando los nudos. Él sabía que tarde o temprano los llamarían, pero todavía había tiempo, los mellizos habían llegado primero. Él tenía el número 84, se preguntó qué número tendría ella. A lo lejos se escuchaban las cotorritas y entraba un aire de campo.
Laxo social.
Hace 4 años
1 comentario:
me gustó mucho. siempre arañitas en tus cuentos. vos debés tener alma de tejedora, hacete una alfombra voladora!!!
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