sábado, 19 de marzo de 2011

en presente

me quedó largo pero venía arrastrando las ganas de escribir.

Se enciende la luz de la ventana. Es apenas una ventanita rectangular que debe ser la del lavadero, a juzgar por la soga de ropa que cuelga afuera, y en la que apenas caben un par de medias y una camiseta. La luz se acaba de apagar. Mi hermana habla por teléfono y se sienta mirando hacia el balcón. Siempre que habla la cara se le divide en dos mitades, por un lado la parte de la boca, activa y húmeda, que forma las palabras claramente para que ingresen, de a una, en el auricular del teléfono, y por otro sus ojos, que después de girar por toda la habitación, se quedan fijos en algún punto del exterior, como si estuvieran lejos de la cadena de habla que ocurre a escasos centímetros suyos. La nariz participa, de alguna manera, de ambas partes, recta y dura hacia arriba, va descendiendo para volverse ágil, se ensancha cuando toma el aire y se relaja cuando lo suelta, acompañando el movimiento de la boca y permitiéndole emitir los sonidos. Me parece irreal todo lo que dice mi hermana porque ella está en otro lado, ahí pero en otro lado, pendiente de vaya a saberse qué cosa, mientras sale su discurso parejito y hasta elocuente y cuando corta se queda suspendida sobre el aparato, como en esos instantes entre el final de una obra musical y la avalancha de aplausos, donde todavía resuenan las últimas notas y los músicos aún sostienen sus instrumentos como si fueran a continuar, así se queda, y después la cara se unifica, por así decir, y se restablece la comunicación entre ambas partes.
Desde acá escucho que alguien corta verduras sobre la tabla de madera. Es un sonido constante que corta el silencio y que de vez en cuando se ve interrumpido por otro, que supongo será el sonido de cuando se pasa el filo del cuchillo por sobre la madera, barriendo los pedazos cortados, para que caigan en un plato. Me parece teatral, el cuchillo que cae una y otra vez, alguien haciendo como que cortara. Las zanahorias podrían ser invisibles, también el plato. Lo único importante es señalar que allí hay una presencia, alguien que corta con un cuchillo y que golpea sistemáticamente una tabla. La indicación dice que hay alguien, otro, con un cuchillo, y que así como se corta un zapallito invisible también se podría hacer otra cosa. Sin embargo, en la casa, los posibles significados se reducen. Se trata de Julián, seguramente, picando alguna cosa o cortando queso. Es lento para hacer las cosas de la casa, es distraído. Sin embargo, cuando traiga la tabla con los quesos o los pedacitos de lo que esté cortando, se sabrá que ha sido él porque cada pedacito será perfecto, ni más grande ni más chico que el otro, y juntos formarán una arquitectura ordenada. Colocará la tabla en el centro de la mesa ratona, debajo del foco de luz, y nos mirará, sin esperar aprobación ni gratitud, sólo redoblando, con su mirada, lo que ya es evidente. Después se hundirá en el sillón y dirá que no tiene hambre, que lo esperan en otro lado, pero se quedará un buen rato más y acabará comiendo tanto o más que nosotras, sacando siempre los pedacitos que están más al borde de la tabla, y dejando el centro de las viviendas de queso, agujereadas, sin alterar.
Nos sentamos siempre más o menos igual, rozándonos sin querer pero sin que nos moleste. Mi hermana apoya su rodilla izquierda sobre la pierna de Julián y él soporta al principio el dolor porque le da risa, después le toma la rodilla y hace un gesto de reverencia, le pasa una mano por debajo y la sostiene en el aire. Entre el hueco de su palma y el hueco de la parte posterior de la rodilla se forma un aire tibio que ambos sienten. Julián me muestra la rodilla y yo apruebo. Después la baja delicadamente hasta unirla a la rodilla derecha. Mi hermana se ríe y se hace la ofendida. Corre a sentarse a mi lado y se lo queda mirando. Se trata más o menos siempre de la misma secuencia, sólo que cambian los personajes y las partes del cuerpo involucrados.
La luz ha vuelto a encenderse, una mano abre los broches y libera la ropa. El brazo se estira para alcanzarla. Está iluminado por el foco amarillo ubicado en la parte superior de la ventana. Un momento se queda suspendido y después reanuda la tarea. Al final quedan seis broches de plástico de distintos colores y la cuerda se mueve por la reciente actividad. La mano ya no está pero la luz sigue prendida. Espero en vano que algo suceda porque sé que ya se ha terminado la función de la ventana. Julián me abraza desde atrás. Se sostiene haciendo equilibrio sobre la punta de sus pies, como arrodillado, y respira sobre mi cuello. Me huele y adelanta su cabeza hasta el pecho, hacia la base del cuello donde se recuestan dos huesos horizontales. Siempre le llaman la atención y los recorre hasta el huequito que se forma en el medio, sostiene dos dedos de la mano derecha y los hunde despacio mientras me besa la cara del otro lado. Me exijo no hacer nada hasta que no vuelva a apagarse la luz. Es una resolución instantánea y a la vez necesaria, es estar dentro y fuera. Julián pierde el equilibrio y siento el peso de su cuerpo en mi espalda. No sé por qué se me viene a la cabeza una imagen de la playa: a las siete de la tarde, de la arena se levantaban unas mosquitas azules o grises que se quedaban revoloteando a diez centímetros del suelo y al rato regresaban a la arena, casi en picada, y por el movimiento quedaban huequitos que se iban cerrando conforme el cuerpo de las mosquitas se iba adentrando en el suelo. Después, si se miraba con cuidado, podían distinguirse parte de las alitas entre los granos de arena y un movimiento ínfimo de trabajo alimenticio. La teoría de mi hermana era que, estando las moscas ahí, los insectos que vivieran más abajo no subirían nunca a la superficie, y que por eso simulaban una retirada y se quedaban volando encima, “como si” se hubieran ido, pero luego volvían y atacaban a los pequeños seres que habrían subido a tomar aire. A mí me angustiaba que la franja de vida de las mosquitas fuera de apenas veinte centímetros, diez hacia arriba, a los sumo diez hacia abajo, donde vivían sus presas, y el limbo de arena en el que dormían.
Julián sabe que me distraigo, pero hace a pesar de mí. Cierro los ojos y anticipo los lugares por los que pasará sus manos, el crecimiento gradual de la respiración, las palabras obscenas que no me dirá, o me dirá más tarde cuando ya no causen ningún efecto. Sabemos todo de antemano y hasta nos molestaría un leve cambio, sería como algo forzado, una pose. Me detengo y me exijo no hacer nada hasta que se apague la luz de la ventanita rectangular del edificio de enfrente. La mano que sabiamente liberó la ropa de los broches tendría que haber apagado la luz, tendría que haber clausurado de una manera más ostensible, la imagen proliferante de la ventana. Julián me besa el cuello y me abre lentamente las piernas. Con la mano libre me sube la remera y el corpiño. Creo que empieza a extrañarlo mi falta de reacción. Intenta hacerme girar pero no puede, me mantengo firme mirando hacia la ventana. No insiste y se queda unos segundos detrás de mí, sin saber qué hacer. Conozco, aunque no esté mirando, la cara con la que se queda, casi rozándome el pelo pero como si estuviéramos a mucha distancia y de repente comenzáramos a gritarnos en idiomas desconocidos. Se me viene entonces otra imagen, esta vez no porque la hayamos vivido, sino porque es inevitable. Estamos los dos en la bañera, mirándonos, el agua ya está medio fría y la costra de jabón que se ha formado en la superficie nos rodea el cuerpo y se va deshaciendo en islitas. Abajo el agua es más densa y conserva un poco de calor. Si al principio apenas entramos los dos en la bañera y es imposible no rozarse las piernas a pesar de que estamos sentados en cada uno de los extremos, después nos sobra agua, nos sobra espacio y tiempo. La bañera se expande y estamos cada vez más lejos hasta no vernos más. Es una imagen, nada más, me digo que es una imagen y hasta trillada y hasta Frida Kahlo y cuánta película australiana de cine arte más. Sin embargo en la bañera Julián tiene la misma cara que ahora sostiene sobre su cuello rígido y alerta, y que entra a mi pelo y sale hacia mi cara. Es o fue la misma cara que beso y que toco con la mano izquierda, a pesar de que no es necesario sostenerla, sólo porque me gusta hacerlo. Vuelve entonces a separarme las piernas, ahora cada movimiento es preciso y es un gesto de afirmación o de conquista, una forma de ir borrándose la cara que ha quedado detrás, todavía palpitando contra mi pelo. Ni de la ventana ni del pelo emerge nada, la luz encendida de mi cabeza, los broches de la cara y la mano de Julián que se abre paso y retira la bombacha a un costado y entra, primero con un dedo, después con dos y se queda unos segundos sintiendo la humedad que crece y llena su mano de un aura tibia y espesa.
No importa que la mano haya salido por la ventana, quizás para controlar la temperatura de la noche, o ejercitando un saludo vago, a la nada, al aire. La luz se apaga. Sobre mi cuerpo el cuerpo de Julián se desnuda, tarde, y recomienza. Hubo un momento de no saber, y quizás está siendo ahora en que me penetra sin saber dónde o cómo ha quedado su cara enredada en mi pelo. Lo que se sabe es la lógica del movimiento, el calor y la transpiración, el dolor que asciende desde más atrás y que persiste mientras él o yo vamos buscando algún fondo al que pueda llegarse. La luz de la ventana se enciende. Sería perverso continuar el juego, sería como terminar de ahogar la cara que está ahí atrás, entre la almohada y mi cabeza, como un fantasma que habla en otro idioma y me grita mientras Julián, allá arriba, se pierde en su propio placer. Pienso, qué lejos que estamos del otro cuando cada uno está ensimismado, al pie del abismo y cayendo, cada uno, tan solo. La mano extiende una toalla mojada, abre uno de los broches y la cuelga de una de las puntas, saca también una media y la cuelga rápido para terminar de acomodar la otra punta suelta de la toalla. Estamos, sin embargo, tan lejos como cuando nos empujamos con la rodilla o con los codos en la mesa ratona. Quiero decir, Julián termina y se queda todavía adentro unos segundos. Así, con su cuerpo relativamente grande, parece sin embargo una araña que acaba de morirse. Yo estoy relajada. Termino de sacarme la ropa que me había quedado mal puesta y me corro hacia el lugar más seco de la cama.

1 comentario:

Lápiz Azul dijo...

Es muy bueno como llevás el relato, como dejás huecos o cosas que uno va completando en su cabeza por si solo, o que directamente desaparecen en el aire porque dejan de importar. La secuencia es tan detallada y precisa, digamos que se mueve por el detalle, los gestos y movimientos, que la acción general deja de importar. De a poco el tiempo transcurre más lento, todo se pone en cámara lenta y aumenta la descripción. Y la luz, o el brazo en ese dialogo con ese otro que nos corre aún más del centro, me lleva al pensar que entendí tu sentimiento.