Quizá solo pudiera escribir en el pasado. Pero devuelta y falaz, ahora tan lejana. Descubrió la tibieza del negro, el cuello del gato era apenas gris y quizá ahora fuera verde o naranja.
Había tantos desorejados, tantos ciegos o congelados, tantos nombres hermosos y vacíos, una casa deshabitada y un salón oscuro en el que dos mujeres se comunicaban a ciegas sin decirse nada. Sin embargo la angustia estaba allí, colgando de la voz, de la telaraña vieja. Otros podían enseñarle el mar, pero ella lo veía fugazmente, como si recorriera todas las cosas en un globo velocísimo y cada vez más liviano. No quería, no, pero aquellos se iban cayendo solos o se tiraban, incompletos o desconocidos, mudos, algunos verborrágicos en otro idioma. Lo peor eran aquellos que comenzaban a fagocitarse, que impostaban vida pero allí estaban, otra vez los hongos bienhechores, y las gallinas. Las gallinas no le exigían nada, relucientes, algunas de cera o caramelo, algunas con plumas blaquísimas y redondas. Las gallinas eran perfectas pero estériles. Clausuradas vagaban por el globo, y dormían junto a aquellos que no estaban ni vivos ni muertos. Mi vigilia no era constante, a veces miraba al chico en la plaza soleada, lo veía a través de calles congestionadas, y la sombra de los árboles dibujaba sobre su cara. Hasta que no lo veía más, y hasta lo evitaba. Al hablar parecía recordarme el pasado, con el rictus ahora amargo del reproche, y eso que había tanto sol y las gallinas dormitaban.
Yo intenté por un tiempo ser una especie de demiurgo secundario. Les dije cosas al oído, cosas casi inaudibles, y uní algunas de sus manos, las existentes, giré sus cabezas por si abrían algún ojo y alcanzaban a mirarse, pero parecían pesados, obstinados y malditos.
Sólo una vez.
Sólo una vez arrastré a uno de ellos, pero sólo porque me pareció el más descompuesto de todos, era incluso difícil verlo, hasta la puerta del globo. Pero a medida que lo arrastraba se fue haciendo más pesado y desistí. Ahora las noches se han vuelto diáfanas y espantosas para el sueño. Nadie duerme en este globo. Las gallinas sudan y el sudor frío es lo único que nos alivia. Nadie puede entrar o salir.
Yo me asomo a veces, pero siento que la ligereza es cada vez mayor. Una de las gallinas de cera ha comenzado a derretirse, las plumas antes solitarias han comenzado a mutar en una especie de pelaje desordenado. He tenido que sacarme el pullover. Ahora todo me parece un signo, ahora que ya no hablo con nadie, y aún así tengo calor. Aquellos han comenzado un estertor que entibia aún más el aire. Se me ocurre la clara metáfora, idiota, de Icaro, y decirla es una forma de estipular este presente, aunque falte tan poco.