Juan José Saer
Aquí me tienen con la voz a medio extinguir y lleno de recuerdos. Han de regirse por alguna ley; eso es seguro. Pero para encontrarla es necesario vaciarse de ellos, darse vueltas, como un guante. La cronología, en todo caso, es sabido, no les incumbe. La cárcel filosófica que nos tiene a todos adentro, ha tomado por asalto hasta nuestros recuerdos, decretando para ellos la ficción de la cronología, Y sin embargo, siguen siendo, obstinados, nuestra única libertad.
A menos que se vuelvan obsesión. Entonces obedecen a una especie de ley de excepción, rigurosa y perentoria alguien los llamó "martillantes". Con una regularidad que les es propia, ciertos recuerdos de anécdota mínima, sin contenido narrativo aparente, vuelven una y otra vez a nuestra conciencia, neutros y monótonos, hasta que, de tanto volver, nuestra conciencia los viste de sentimientos y de categorías: como cuando a un perro vagabundo, que pasa a contemplarnos mudo, todos los días, ante nuestra puerta, terminamos por ponerle un nombre.
Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para ello lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de posición, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte de las veces con las manos vacías.
Hay muchas clases de recuerdos. Por ejemplo, recuerdos globales. En mi infancia, en las siestas de verano, mis tíos llegaban en auto del pueblo vecino y el radiador niquelado, que brillaba al sol, estaba lleno de mariposas amarillas, aplastadas entre los alveolos de metal. La representación que me queda no corresponde a ningún acontecimiento preciso. Es un resumen, casi una abstracción de todas las veces que ví radiadores llenos de mariposas. Y sin embargo, es un recuerdo.
Hay también recuerdos inmediatos: estamos llevando a los labios una taza de te y nos viene a la memoria, antes de que la taza llegue a su destino, la fracción de segundo previa en la que la hemos recogido, sin ruido, de la mesa. Y hasta me atrevería a decir que hay también una categoría que podríamos llamar recuerdos simultáneos, consistente en recordar el instante que vivimos mientras lo vamos viviendo: es decir, que recordamos el gusto, de ese te y no de otro, en el momento mismo en el que lo estamos tomando.
Hay recuerdos intermitentes, que titilan periódicos, como faros. Recuerdos ajenos, con los que recordamos o creemos recordar, recuerdos de otros. Y también recuerdos de recuerdos, en los que recordamos recordar, o en los que la representación es el recuerdo de un momento en el que hemos recordado intensamente algo.
Como puede verse, el recuerdo es materia compleja. La memoria sola no basta para asirlo. Voluntaria o involuntaria, la memoria no reina sobre el recuerdo: es más bien su servidora. Nuestros recuerdos no son, como lo pretenden los empiristas, pura ilusión: pero un escándalo ontológico nos separa de ellos, constante y continuo y más poderoso que nuestro esfuerzo por construir nuestra vida como una narración. Es por eso que, desde otro punto de vista, podemos considerar nuestros recuerdos como una de las regiones más remotas de lo que nos es exterior.