Por fin llegaba a la cocina que había visto en el sueño. El color verde parecía ahora más gastado, pero los platos reproducían exactamente el orden que presentaban en su sueño. El perro le ladraba, desconociéndolo, pero él pudo llamarlo por su nombre. Todas las ventanas estaban abiertas y corría el aire. La mañana fresca, casi blanca y la sensación del hallazgo. Sin embargo la cocinera no estaba allí, podía escucharla desde la puerta, pero no estaba como en su sueño. La distorsión lo tranquilizó y llamó dos veces, con el aplauso característico.
Nadie podría tolerar a la mujer gorda, nadie debería desearla ni presentir el filo de sus codos sobre la pared manchada.
La mujer se volvió apresurada, decidida a espantar a cualquier visitante.
El ruido de las cotorras los mantuvo callados un momento. Todas gritaron a la vez y se desbandaron.
Ernesto había predicho la cuerda con las cotorras amarradas de sus patas, algunas todavía vivas.
¿Por qué ninguno de aquellos niños gustaba de sentir la tibieza de la cabeza verde, acariciada a contrapelo una vez vencida la primera reticencia del animal? la muerte era fundamentalmente más precisa y menos lenta, también les aseguraba la posesión.
El hombre se disculpó por la tardanza y al gesto de la cocinera pasó a la sala de espera. había mirado los platos colgados dos veces en total, y le llamaba la atención que la gente los pusiera en la pared para tener que limpiarlos con frecuencia, como si sirvieran para algo, dorados, finos, algunos burdos, como aquel del cisne, o floreados, muertos.
Había sólo dos soñadores más: el calvo y la mujer Estela. Le sorprendieron las cejas de la mujer y se culpó por juzgarla tan rápidamente, por tener esa idea de que las mujeres debían tener cejas finas, arqueadas, con rigor y dulzura a la vez, perfectas como líneas de tinta.
Las cejas de la mujer no llegaban a unirse en el medio, pero estaban como despeinadas y profusas, oscuras le daban una profundidad algo artificiosa a los párpados y terminaban sin "gracia", en una línea sinuosa que no expresaba nada. El hombre pensó divertido que las manos del calvo deberían ser de la mujer, que las habían intercambiado en su ausencia, para molestarlo. Aquellas manos huesudas y pardas no podían ser del hombre, deberían haber intercambiado cejas por manos. Él no se quiso quedar afuera y bostezó, los otros bostezaron a su vez, a modo de aceptación, y el hombre se sentó.