Desde acá vemos tres elementos. Un pino, un edificio y una antena. Se recortan sobre el cielo que a esta hora cambia rápidamente de color. Ahora quedamos apenas unos cuantos, algunos toman apuntes y otros simplemente descansan con la vista al frente. Antes, apenas llegamos, entraba el sol por entremedio de las rendijas, iluminando las botellas y los útiles. Me quedé mirando un rato largo la botella de plástico verde, con líquido hasta la mitad, brillar bajo el sol. Las gotas que al principio coronaban, estáticas, la parte superior de la botella, empezaron luego a caer y a dibujar líneas sobre el cuerpo traslúcido y verde del envase. La imagen me hizo pensar en un sapo, claro que no sería un sapo cualquiera, lleno de masa, tendría que ser un sapo del cual se adivinara el interior, la complicada trama de arterias y venas, los ligamentos y los músculos. Después uno de ellos tomó de la botella y modificó el recorrido lineal de las gotas y el punto en el que pegaba el sol. Me desinteresé de ella porque el azar puede ser muy agotador.
Observé sus perfiles. De algunos sólo alcanzaba a ver parte del pómulo y nariz, de otros la nuca y el pelo, de otros el perfil completo, con ojo y oreja. Estábamos todos ahí, observándonos bajo la corriente monótona que salía de la boca de la persona que teníamos en frente.
De casi todos desconozco el nombre. A algunos los conozco íntimamente por haberlos dibujado en los márgenes del cuaderno. Algunos me conocen porque me descubrieron en el preciso instante en el que copiaba el nacimiento del cuello o la arruga de la remera. Sé que una de ellas me detesta porque copié su cara con acné o su expresión de tristeza.
Podrían suceder cosas: podría levantarse una tormenta de tierra y golpear contra las ventanas. Podríamos quedar todos en silencio, o hablar todos a la vez. Podría entrar alguien, la mujer que está sentada en la puerta del edificio podría pasar y sentarse, y ya no sería lo mismo. No sabemos cuánto tiempo estaremos acá, eso es algo que no puede saberse. Algunos días estamos apenas cinco o diez minutos, otras veces nos quedamos durante horas. Hoy ha sido una de esas veces. Miramos, frente a nosotros, esos tres elementos. La antena y el pino, a pesar de ser estructuras rígidas, están llenas de aire; el edificio es compacto y a esta hora de la tarde se vuelve opaco también. Los tres sostienen al cielo, al resto de los edificios e inclusive a nuestras miradas. No entiendo a aquellos que todavía le prestan atención a ella. No entiendo que puedan articular palabras con sentido que ella responde con otras palabras. No comprendo ese comercio de ideas que suben a cierta altura de la habitación y luego caen como si se disolvieran.
Ahora escuchamos campanas, llegan distorsionadas, quizás por el viento que ha comenzado a levantarse.
Ella habla con la voz cada vez más suave. Parece que ha dado una indicación porque algunos están buscando la cita en el libro, hay despliegue de hojas y fotocopias. Yo también, saco maquinalmente un libro y lo abro. No me importa en qué lugar, simplemente lo sostengo, abierto, sobre mis piernas. Algunos leen en voz alta.
Escuchamos unos golpecitos en la puerta, como si fueran puños muy chicos los que golpean. Nadie abre y los golpes insisten. Ella entonces se acerca a la puerta y antes de alcanzar a abrir entra un niño, nos saluda con un movimiento de cabeza, como un adulto, y vemos que de la otra mano tiene agarrada una soga. Camina a lo largo del pasillo y nos damos cuenta de que la soga está estirada, de que alguien más la sostiene del otro lado. De ella cuelgan cosas inverosímiles, sobre todo loritos muertos, como si los hubieran matado con la onda, también sacapuntas, espejos y plumas, la soga es tan larga que cuando el niño llega hasta la punta de la habitación aún no vemos quién está del otro lado.
El interés se mantiene por unos minutos. Después escucho que la corriente de voz monótona vuelve a sonar. El niño silva de una manera extraña, como si se comunicara con el otro que lo ayuda a sostener la soga, y se sienta en el piso a escuchar.