martes, 15 de septiembre de 2009

Continuación.

A partir del cuento de Vale, tan tan hermoso.

Te posabas sobre la chimenea y a veces te miraba sobrevolar la casa. El humo te dibujaba una barba que se iba desarmando pero que fluía permanentemente. Yo alimentaba el fuego del hogar porque me gustaba mirarte allí arriba, desde la ventana. Otro día ingresábamos en el colectivo oscuro y el silencio de la gente nos recordaba la historia de Aleko y el oso. Te ponías seria para contar esa historia, describías con minuciosidad las rodillas lastimadas de Aleko y el aliento denso del oso, y nos volvíamos tan vulnerables como si estuviéramos rodeados de nieve, nosotros también, aunque el colectivo mantuviera una temperatura agradable. Hacia el final de la historia tu voz, Alice, se volvía casi inaudible y yo me acercaba a tu boca para escuchar las últimas palabras, que nunca eran las mismas. A lo largo de estos años he recogido algunas, una vez terminaste en “pez”, otra en “caballos”, dos veces en “pan”, y muchas veces hablaste de las rodillas como si allí hubiera un hueco. Después de escucharte me quedaba retraído sobre tu pecho como cuando vamos a escuchar un coro y sentimos que las voces continúan sonando un tiempo más, y antes de aplaudir hay un instante de recogimiento. Así, sólo que la historia de Aleko y el oso no permitía el aplauso. Otras veces hablabas sobre mi piel y te parecías a un pez cuando mueve la boca sin decir nada, la voz quedaba obturada pero dibujabas algo en mi espalda o en mi cuello. Me es tan difícil invocarte con delicadeza, contar del mar sin tragar agua y hablar lleno de algas y de arena.
Ayer los vi a Aleko y al oso en el tren de regreso a casa. Se hicieron los desentendidos. Me es sumamente difícil contar la historia como vos la contabas. Es curioso pero nunca he podido terminarla con las palabras con que vos lo hacías. Siempre, en algún punto del relato, me detengo en la cabaña y en Terese, ansío el momento en que ella sirve el té y reparte los pastelitos, ansío su aroma y estar del otro lado de la ventana, estar bajo la lámpara. Vos comprendías que eso era un corrimiento, un desvío que no resonaría nunca en las rodillas lastimadas de Aleko, que jamás los pastelitos calmarían al oso, y entonces pasabas rápido esa parte y los seguías a ellos, los esperabas en el lago congelado y con ellos corrías el peligro de pisar hielo flojo.
Terese, por otro lado, a quien me encontré también cuando salía apurado de casa, me ha convidado fuego y ha sido amable. Necesito permanecer en la superficie, Alice, del otro lado de la ventana.
Después de un tiempo que no sé… he regresado. Terese no está. Su casa se ha llenado de arena salada, las tacitas y la tetera están llenas de arena, todo, entre las cortinas, debajo de la cama, sobre las frutas falsas y sobre las verdaderas (que por esas zonas la arena se vuelve dulce o con sabor a limón). Aleko y el oso apenas si han envejecido, sólo sé que están más silenciosos y que te llevan de la mano. Vos tarareas una canción rusa como si tuvieras frío y yo te llamo por tu nombre pero no me sale la voz. Soy un pez tan inútil que cuando te llama traga arena y te sigue llamando, y tan sin delicadeza, Alice, tan opaco e inútil que no supo qué hacer, que no supo qué hacer con esa cantidad de azul y el mar y tu cuerpo desapareciendo.

1 comentario:

Santiago Maisonnave dijo...

Sin duda los deslices de la abuela Mirta son mucho más aceptables que los de Maurice, con esa fea costumbre que tiene, además, de apurarse a subir la ventanilla cuando se acercan los limpiavidrios en los semáforos.
De lo escrito en el lado de acá, me gusta mucho la imagen de la barba de humo, y el cantito de esas palabras finales siempre cambiantes.
Abrazo.