jueves, 9 de octubre de 2008

texto producto de ejercicio en taller..

Habían llegado a comprenderse y sobre todo a saber que era mejor facilitarse mutuamente las cosas. Sin el lenguaje humano, verbal, de por medio, la princesa se había vuelto un ser de pocas palabras.
Vivían en habitaciones separadas. Ella no recordaba las condiciones de su nacimiento ni el motivo de la muerte de sus padres – si es que los había tenido-. Era como si hubiera nacido espontáneamente, amasada durante años por las lentas sombras del castillo. Construida, ella también, a partir del polvo de las paredes y la herrumbre. Elena la había alimentado los primeros años de su vida y el castillo le había dado el jardín. Como es conveniente, el jardín era otro recinto de sombra, pero olorosa y fresca, a veces sanguínea o terrestre. Ella estaba segura de no haberlo recorrido por completo, a pesar de que su vida hubiera transcurrido allí. Le gustaba cubrirse la cara de hojas y aplastar hormigas coloradas. Elena la dejaba hacer, era lo único que podía hacer la niña en ese lugar.
En el tercer piso del castillo vivía el tío de la princesa. Había sido un viajero feliz y recio. Tenía la capacidad de desprenderse de cada lugar sin dejar absolutamente nada allí ni quedarse con nada tampoco. Recobrado, entero, partía hacia otro lugar, y aprendía las diferentes formas de reír que tienen los hombres. Hacía negocios, caminaba las calles de las ciudades y se enfermaba bajo la lluvia. Después se iba absolutamente sin mella, como si lo hubiera olvidado todo. Había ido al castillo a morir. No comprendía cómo una princesa pudiera haber “nacido” allí. Una tarde de esas cálidas, incrustadas misteriosamente en el invierno, rosadas y celestes, se tiró por la ventana de su habitación. El impulso fue uno sólo: se levantó de la cama, corrió las colchas, se calzó las pantuflas, -le resultaba gracioso que dos pantuflas planearan como conejos en el aire- y se tiró. El tío siempre había tenido un sentido del humor bastante especial, algo incomprensible pero digno de consideración. La princesa se sobresaltó porque estaba en el jardín, justamente allí, haciendo huecos en la tierra. Y entonces el cuerpo de su tío cayó y rebotó y quedó como dormido sobre la hierba. Por ese tiempo Elena apenas si llegaba hasta el castillo, sólo iba a dejarle alimentos y para comprobar que la princesa aún no se hubiera vuelto loca.
El espectáculo de la muerte agradó a la princesa, sólo detestó su olor, y la corrupción que esparció sobre los otros olores del jardín… corrió el cuerpo como pudo y lo visitaba de vez en cuando hasta que desapareció casi por completo. Descubrió con dulzura los huesos y guardó aquellos cuyas formas le resultaban más atractivas. Elena no le había enseñado qué había adentro de los cuerpos, y descubrirlo así constituía una experiencia de primera mano.
Como comprendía la lógica del lenguaje, sabía que servía para comunicarse con Elena o responder ocasionalmente a su tío, no era cuestión de ir hablando en voz alta por un castillo solitario. Sin embargo a la princesa le gustaba el eco de su voz en los pasillos y bajo la cúpula cercana a la fuente. La princesa cantaba la única canción que conocía o combinaba sílabas bajo melodías apenas diferentes. Cuando la garganta se le secaba, corría hasta la fuente y tomaba agua y se mojaba la cara y el cuello.
Era imperiosa su presencia en el castillo. Ella lo comprendía instintivamente y no buscaba la forma de salir.

En uno de los paseos por el jardín la princesa reconoció con hastío los pájaros de siempre, los insectos acostumbrados, adivinó el tiempo de agonía de la araña que moría bajo sus pies y el trueno profundo de las flores. Deseó algo desconocido y desconcertante, acaso vulgar y sin importancia, pero diferente. Encontró una suerte de gusano extrañísimo y largo, con rostro y tres pares de patas cortas. Lo levantó: cabía en el hueco de su mano. Decidió llevárselo.
Al principio cuasi-translúcido, fue adquiriendo una tonalidad verdosa. El cuerpo crecía desmesuradamente pero las patas estaban desfasadas, cortas y macizas, como inacabadas bajo el torso brillante y largo. El rostro se fue haciendo cada vez más nítido, los ojos eran incluso similares a los de su tío y la trompa no era grosera. El hocico permanecía siempre activo y húmedo y las cejas descansaban profusas sobre los párpados hasta desaparecer por detrás de la corona. La princesa lo había alimentado durante semanas, lo veía crecer hasta la noche y lo dejaba durmiendo en el jardín. Él se había acostumbrado a la vida lenta y silenciosa. Comía ocultando el rostro, demasiado torpe para hacerlo delante de la princesa. Por la noche engullía todo lo que podía y se bañaba en la fuente. Un día, la princesa lo invitó a pasar al castillo, tan habituados estaban el uno al otro que era ilógico que permanecieran separados por el simple hecho de que ella fuera una princesa y él un dragón.
Apenas ambos traspasaron la puerta que comunicaba con el interior del castillo, el jardín desapareció. El castillo empezaba y terminaba en dos puertas e infinitas ventanas, pero ya no había jardín, era ahora innecesario.
La princesa lo comprendió con resignación. El dragón acaso lo intuyó a partir del gesto de la princesa. El rictus de su boca fue implacable y el rencor, infinito. Miró al dragón como no lo había hecho antes, como si fuera una desmesura de la naturaleza, un mal sueño, una creación inútil.
A partir de allí cada uno vagó en soledad por las diferentes habitaciones del castillo. Se dormían sabiendo los gestos que haría el otro, y desayunaban alejados sin compartir los alimentos. La princesa había comenzado a hablar sola y buscaba desesperadamente el sol que entraba por los ventiluces del castillo. Sabía la hora precisa en que cada uno de ellos sería iluminado y se iba corriendo de uno en otro como si caminara la procesión de una divinidad desconocida. Ansiaba desesperadamente volver al jardín, el contacto con las hojas y el agua de la fuente. Sólo olía a humedad y a polvo, a materiales de construcción antiguos, no había ningún milagro naciendo de la madera reseca ni pájaros sobre la cocina. El dragón inoportuno hacía resonar el segundo piso cuando caminaba, ni siquiera podía tener la amabilidad de quedarse quieto mientras ella descansaba, ése, que le había quitado la posibilidad del jardín.
El dragón optó por las sombras como si quisiera regresar al lugar de su nacimiento y borrarlo. Su piel se iba endureciendo pero no perdía cierta dulzura en el rostro. Avergonzado al principio él también había ido madurando cierto rencor. ¿Cómo iba a saber que una vez que ingresara el jardín desaparecería? Eso era cosa de locos, que nadie se hubiera imaginado. El dragón desconocía las leyes del castillo y se enfurecía contra él y la princesa, contra el jardín y el fuego que salía a veces de su boca, aterrorizando aún más a la princesa, alejándola aún más.
Un día la princesa se burló de sus patas cortas. Fue el comienzo de la tregua. Le hablaba aunque él no comprendiera y otras veces volvía a decir sílabas sin sentido y le hacía gracia que él no cambiara la cara, porque no notaba la diferencia. El había optado por emitir gruñidos cortos y huecos cada vez que la necesitaba, la princesa se corría del sol y lo atendía. A él cada vez le costaba más moverse y vivía deshidratado. La corona, antes de un naranja brillante, lucía ahora opaca y como chamuscada. La voz de la princesa se había llenado de arañitas blancas y el olor de su piel era un tanto más agrio que antes.
Una mañana de invierno, pero soleada, ambos recordaron el jardín. Negado para siempre por la tiranía del castillo miles de vidas habían sido destruidas. Asas otro dragón, una segunda princesa, la colonia de hormigas coloradas, la madreselva y los caracoles, las mansas víboras y los pájaros. El rencor resurgió de ellos pero redireccionado, aleccionador. El narrador jamás llegaría. La princesa lo sabía como siempre había sabido todas las cosas, con una seguridad ancestral. El dragón lo intuía oscuramente pero se lo ratificaba la mirada de la princesa. El único que aun no lo comprendía era el propio castillo, obstinado y ciego. La decisión fue rápida. El hocico del dragón se entibió ante las llamas, la princesa alimentó con maderas y paja el fuego. Felices y reconciliados incendiaron el castillo.

martes, 2 de septiembre de 2008


El reflejo amarillo le cubrió la cara. Soledad lo sintió cálido y artificial. La lenta progresión de los olores, el movimiento del colectivo y el calor sobre el costado. Y ahora ese reflejo que ascendía y golpeaba desde la funda amarilla de los asientos.
Miró a los otros pasajeros. Ellos también. Y el hombre recostado sobre la campera azul, resoplando como si acabara de correr, con su pelo negro y seco, y el rostro casi anaranjado, con la barba recién crecida.

El sol está en el preciso lugar, le da directo a los asientos que resplandecerán todavía un rato. Sin embargo, aun cuando ya no quede luz y sea reemplazada por los pequeños fluorescentes del pasillo, la voz del manager no callará.

Esa voz la había acompañado desde el comienzo, irregular y socarrona, después de un tiempo se descubría el patrón que subyacía a ella. El juego de cartas, los trucos, los envidos, la bravura recordada de la adolescencia, la degradación y el temor hacia su mujer, “la Estela”, las bromas, el indicativo, por sobre todas las cosas, la reiteración de decir lo evidente una y otra vez. Hay un gato sobre la alfombra, el gato está sobre la alfombra, ahora se rasca, y todos podemos ver al gato sobre la alfombra.
Detrás y adelante del manager, pero siempre detrás, las dos cabezas con el pelo muy corto y equipos deportivos de marca. Las dos voces, que todavía conservaban algo de infantil y de asombro, respondían a las jugarretas del manager con poca habilidad. Cómo no perder ante semejante jugador de cartas. Cómo no quedarse boquiabiertos ante las futuras luchas que sonaban tan prometedoras en el exterior. Si Jaime ya había viajado a España y Australia. La voz del manager se metía en cada espacio abierto en el aire, entre los dientes de Mauro y la campera azul del durmiente del asiento 23. Copaba el aire con promesas destinadas a los luchadores, sólo para ellos, porque ellos eran pibes especiales, con mucha garra, como la que él había tenido cuando también era un pibe, como ellos, y con la misma garra. Y por supuesto, el gato seguía inmóvil sobre la alfombra.

Cuando el reflejo amarillo desapareció Soledad sintió que el viaje pasaba a otra etapa. Era una de las metamorfosis que había visto tantas otras veces. La luz blanca de los fluorescentes molestaba a los pasajeros que querían dormir pero no era suficiente para los que querían leer o mantenerse despiertos. La luz producía la misma sensación que producen las moscas de la fruta cuando rodean un durazno exquisito, pero que es terminado con repugnancia, porque finalmente uno cree que ha estado habitado por moscas y mosquitas y una progenie invisible pero igualmente repugnante. Y el durazno rebota en nuestro interior como si nunca hubiera perdido su forma esférica y tibia, como si todavía fuera el palacio macabro de las moscas. Y la luz era el reverso del durazno pero blanco y frío, el durazno aséptico y dosificado en luces rectangulares y equitativamente distribuidas.

La voz del manager se fue volviendo cada vez más líquida y nostálgica. Los chicos parecían no escucharlo, el que estaba sentado más adelante se había escapado de la conversación jugando con su celular. El más chico asentía y le contaba algunas cosas sobre sus hermanos y su mamá.

Soledad había podido recomponer una parte de la historia, pero le parecía a la vez trillada y atroz. Las peleas del barrio, el niño flaco pero ganador, el pibe con garra y sin mañas, la madre dulce, todavía joven pero con demasiados hijos, y la oportunidad de que su hijo peleara en una escuela de boxeo de verdad, con un capo como el señor Carlos manager, él tan simpático y buena gente. En un momento la voz se volvió infinita, elástica y llena de protuberancias. Desde la garganta del sr.manager se volcaba sobre los asientos y sobre las caras como antes lo había hecho la luz amarilla. Soledad envidió a los pasajeros sentados más adelante, inmunes, o acaso menos perjudicados. En un momento pensó en desbaratarle el juego de cartas, desparramar el mazo en la jugada ganadora.
El costado que antes se había entibiado por el sol, ahora recibía el frío que traspasaba el vidrio. La desconcertó una luz verde que iluminaba una pequeña casa a la vera de la ruta. La hora de la cena, la hora en que Felipe descendería de la calle para entrar al baño cargado de ojeras y se dejaría estar aterrado por las arañas que habían tejido su tela en el techo, en el rincón opuesto a la ducha, y que nunca se decidía a matar. Aterrado, con los ojos abiertos, mientras sobre el cuerpo le llovería el agua cada vez más fría, miraría fijo a las arañas y les pediría perdón.
A esa hora, otra etapa, el hambre y el sueño desfigurados, la hora de la cena en el resto del mundo, pero no en ese viaje que había empezado más temprano, desfasándolos. La hora de la película, de la luz azul filtrando los pensamientos.
La luz azul y el sonido demasiado penetrante de la película cortó con condescendencia la voz. Soledad lo miró por primera vez a la cara, después de haberlo imaginado durante todas aquellas horas, y el manager la miró a su vez, aturdido por el sonido, agotado. Le hizo un gesto como para saludarla… el gato está sobre la alfombra, le dijo, y se fue quedando dormido.

domingo, 11 de mayo de 2008

Se acercó al vidrio. Podía percibir el humo aún cuando la ventana permanecía cerrada. Se arrebujó en su bata de hombre como si eso fuera una segunda coraza, la máscara conocida y reconfortante, y sintió su olor mezclado al de la bata y la humedad ascendió desde su espalda y desde sus rodillas como si ella fuera el interior de las tazas sucias.
De aquel hombre sólo eso le había quedado, de los otros nada. Pero le gustaba enderezar los hombros y sacar panza para cubrir los huecos de la inmensa tela. Ensayaba el rictus de los tipos que había conocido y siempre le parecía que estaba siendo demasiado masculina, y que sus bocas habían permanecido mucho más laxas y cómicas, despreocupadamente abiertas o delicadas.

miércoles, 9 de abril de 2008


el hombre se disculpó por la tardanza y al gesto de la cocinera pasó a la sala de espera. había mirado los platos colgados dos veces en total, y le llamaba la atención que la gente los pusiera en la pared, para tener que limpiarlos con frecuencia, como si sirvieran para algo, dorados, finos, algunos burdos, como aquel del cisne, o floreados, muertos.
había sólo dos soñadores más. el calvo y la mujer Estela. le sorprendieron las cejas de la mujer y se culpó por juzgarla tan rápidamente, por tener esa idea de que las mujeres debían tener cejas finas, arqueadas, con rigor y dulzura a la vez, perfectas como líneas de tinta.
las cejas de la mujer no llegaban a unirse en el medio, pero estaban como despeinadas y profusas, oscuras, le daban una profundidad algo artificiosa a los párpados y terminaban sin "gracia", en una linea sinuosa que no expresaba nada. el hombre pensó divertido que las manos del calvo deberían ser de la mujer, que las habían intercambiado en su ausencia, para molestarlo. aquellas manos huesudas y pardas no podían ser del hombre, deberían haber intercambiado cejas por manos. él no se quiso quedar afuera y bostezó. los otros bostezaron a su vez, a modo de aceptación, y el hombre se sentó.



la imagen es cortesía de Rosa.

lunes, 7 de abril de 2008

ayer paseo por los viejos barrios de la plata, estaciones converidas en espacios para hacer clown y bibliotecas que reinventan el trueque, adoquines y la gente caminando como si el domingo fuera siempre domingo. feria.luz apagada y una casa-taller de cerámicas encontrad de la nada. gustaría que se dieran una vuelta por aquí...

aye... no puedo entrar a tu blog.quepena.abrazo muchacha.

martes, 26 de febrero de 2008

cajas. y el tren nuevamente vacío a la noche. pero como si siguiera transportando algo. luces encendidas. y cajas que apagan la vista y se acaban pronto.
una flor desde las 11 pm hasta las 2 pm.
el hombre calvo enfurecido sin alicientes.

viernes, 15 de febrero de 2008


desentarraban a sus muertos sin motivo aparente. o los cargaban al hombre cuando migraban a otros pueblos, soplándose el cabello remojado, soportando la rigidez sobre los hombros. los había criado el río pero renacían apelmazados y con la savia reseca sobre los labios. alguien cantaba dos o tres palabras en un idioma desconocido, y las repetía incesantemente con una voz cada vez más seca.

ideario rulfiano y arguediano. clap clap. prosa austera y brillante.

lunes, 4 de febrero de 2008

abrir el espacio blanco.
la pezuña blanca como la piel de la titiritera cuando ruge.
dilatándose y riendo como el puerco, aquel, rosado.
y como una reminiscencia, (ahora que es tiempo de caracoles y cifras) ahora que recién conozco lo que debí intuir hace un tiempo, la voz desdentada desde el mar.
más tarde la cocina se oscurece mientras las mujeres inventan y des-inventan arrugas.
sordas, imaginan diálogos en la calle desierta hasta quedarse dormidas.
y la tarde cansina, blanca, clausura los besos y la memoria de las cosas perdidas.

no fue intención la rima. realmente debería sacarla, pero ¿cómo? Pato me alienta. dejémosla por ahora.

lunes, 21 de enero de 2008


la araña reclamó su imperio.
todo se había llenado de historias sentimentales entre seres incompletos y rodeados de una estúpida niebla.
alguien debería recobrar la perfección. la araña negra saldría del sueño hecha de carne, caminaría de costado como lo había hecho antes, como si el gesto teatral la colocara en el centro de las miradas. no sería la excusa de Mabel ni la curiosidad de Dora, sino la posibilidad de las madreselvas y de la noche, de la angustia edificante y de la palabra horrorizada de si misma.

jueves, 17 de enero de 2008

Quizá solo pudiera escribir en el pasado. Pero devuelta y falaz, ahora tan lejana. Descubrió la tibieza del negro, el cuello del gato era apenas gris y quizá ahora fuera verde o naranja.
Había tantos desorejados, tantos ciegos o congelados, tantos nombres hermosos y vacíos, una casa deshabitada y un salón oscuro en el que dos mujeres se comunicaban a ciegas sin decirse nada. Sin embargo la angustia estaba allí, colgando de la voz, de la telaraña vieja. Otros podían enseñarle el mar, pero ella lo veía fugazmente, como si recorriera todas las cosas en un globo velocísimo y cada vez más liviano. No quería, no, pero aquellos se iban cayendo solos o se tiraban, incompletos o desconocidos, mudos, algunos verborrágicos en otro idioma. Lo peor eran aquellos que comenzaban a fagocitarse, que impostaban vida pero allí estaban, otra vez los hongos bienhechores, y las gallinas. Las gallinas no le exigían nada, relucientes, algunas de cera o caramelo, algunas con plumas blaquísimas y redondas. Las gallinas eran perfectas pero estériles. Clausuradas vagaban por el globo, y dormían junto a aquellos que no estaban ni vivos ni muertos. Mi vigilia no era constante, a veces miraba al chico en la plaza soleada, lo veía a través de calles congestionadas, y la sombra de los árboles dibujaba sobre su cara. Hasta que no lo veía más, y hasta lo evitaba. Al hablar parecía recordarme el pasado, con el rictus ahora amargo del reproche, y eso que había tanto sol y las gallinas dormitaban.
Yo intenté por un tiempo ser una especie de demiurgo secundario. Les dije cosas al oído, cosas casi inaudibles, y uní algunas de sus manos, las existentes, giré sus cabezas por si abrían algún ojo y alcanzaban a mirarse, pero parecían pesados, obstinados y malditos.
Sólo una vez.
Sólo una vez arrastré a uno de ellos, pero sólo porque me pareció el más descompuesto de todos, era incluso difícil verlo, hasta la puerta del globo. Pero a medida que lo arrastraba se fue haciendo más pesado y desistí. Ahora las noches se han vuelto diáfanas y espantosas para el sueño. Nadie duerme en este globo. Las gallinas sudan y el sudor frío es lo único que nos alivia. Nadie puede entrar o salir.
Yo me asomo a veces, pero siento que la ligereza es cada vez mayor. Una de las gallinas de cera ha comenzado a derretirse, las plumas antes solitarias han comenzado a mutar en una especie de pelaje desordenado. He tenido que sacarme el pullover. Ahora todo me parece un signo, ahora que ya no hablo con nadie, y aún así tengo calor. Aquellos han comenzado un estertor que entibia aún más el aire. Se me ocurre la clara metáfora, idiota, de Icaro, y decirla es una forma de estipular este presente, aunque falte tan poco.

lunes, 14 de enero de 2008

la excepción fueron los peces. después de la fritura y la radio, después del banco recalentado y el diario hojeado hasta el cansancio.
la mujer los miraba porque era lo único que valía la pena mirar. blancos y con aletas como telas finisimas y desordenadas. los buscadores blancos de la arena. comía sin ganas, como si algo se cuajara burdamente en la garganta y en los ojos.
habría que haber apagado las luces y tapado las bocas de la gente. habría que haber callado la radio y el parlante de la estación. los peces blancos hubieran seguido escarbando estúpidamente la arena, sin conciencia alguna, y asi hubiera podido desaparecer.
la mirada del hombre a través de los peces la distrajo. el puente colgaba ahora entre ellos, pero sólo el hombre lo sostenía con su media sonrisa y su pánico original. la mujer apuró el cigarrillo y lo maldijo con la ceguera, le deseo una ceguera lenta e imaginó cada cosa que el hombre dejaría de ver. reconfortada salió sin mirar a nadie.

jueves, 10 de enero de 2008


tarde reflexiva en la estación de trenes de pehuajo: trenes casi inexistentes y pájaros sumamente desconfiados (y con razon). un personaje de "Los hermanos Karamazov" reflexiona sobre su baja condición, sobre su vida humillada, sobre la pobreza que lo rodea, pero, dice, lo redime de alguna manera el amor de su hijo, porque si algo hizo bien la vida es posibilitar que hasta el ser más ruin pueda ser amado por alguien.
dias atrás un amigo hace la misma reflexión sobre su propio hijo, en medio de un festejo menor y con gente que desconoce.
pero yo tomo real conciencia de aquello dicho porque lo leo días después en una obra literaria, como si las palabras escritas vinieran a reforzar la impresión de las escuchadas, como si la sensibilidad se reavivara y actuara retrospectivamente.

domingo, 6 de enero de 2008


Rodolphe volvía con los pies llenos de barro. Los miraba secarse, le gustaba que la tierra se fuera agrietando despacio y formara pequeñas islitas sobre sus tobillos. Le tiraba la piel y pensaba que esa pequeña metamorfosis de sus pies y de sus tobillos, esa maravilla añadida sería la inversa de la muerte, justamente lo contrario. Islas quizás azules o grises carcomiendo su interior, muertas pero carcomiendo inevitablemente su interior, como disecándolo por dentro. Y entonces aquella tierra era una forma de contrarrestar la muerte, de multiplicar su vida en islas que crecían hacia fuera.
Eva no lo sabía. Ella no pensaba en la muerte, y desde que habían regalado los muebles de Dora había dejado de pensar en ello. Rodolphe se divertía mirándola lavar los platos con agua casi hirviendo. Sus hombros blanquisimos se transformaban paulatinamente en rosados y las manos eran realmente rojas y enérgicas, y a veces con espuma, y siempre con agua y algo de vapor y platos que sujetaba con firmeza. En la cara ninguna expresión, o más bien la expresión de Eva, atenta a todo y a casi nada.
Si Rodolphe pudiera ayudarla, aunque más no fuera secando los platos. Pero era torpe y no era su culpa.

jueves, 3 de enero de 2008


todavía era aquella hora del día en que podía articular palabras sencillas. pero desperdiciaba su ocio y callaba. murmuraba en idiomas inventados y desaparecidos, acariciaba los gatos y las orugas hasta comenzar el ritual desesperado de la comunicación. fracasaba como tantos pero en cambio, no lo ignoraba.