Este texto surgió como consigna de taller... a partir de una balada, en mi caso me tocó "Piensa en mi" de Chavela Vargas, había que escribir algo...
y aquí vamos...
Imagen de Camilla Engman "A big woman in my garden"
Piensa en mi…
A nosotros nos gustaba olvidarnos. No pensar. Tampoco era que nos queríamos encontrar por casualidad en los puentes y hacer la gran Rayuela, era más bien como un dejarse estar… era como si descansáramos con la espalda relajada y las manos debajo de la cabeza. Yo le decía “piensa en mí” y nos reíamos, él era terrible para pensar en mí o en cualquier cosa, me recreaba como si me estuviera viendo detrás de un agua turbia. Y después de hacerme me dejaba quieta bajo una luz que me hacía doler los ojos. Entonces yo le decía, mejor no pienses en mí, y le borraba la imagen: yo no me quería quedar quieta, y él tampoco.
Vos no te querías quedar quieta.
Cuando falleció su tía, Irma, nos dimos cuenta de que era inútil pensar en el otro. Que yo me iba transformando en Irma y a él se le hacía una mueca en la cara y se me quedaba mirando, como si quisiera ponerme 20 años encima, otra nariz y oficio de peluquera. Qué inútil era pensar en el otro pensando en Irma o en las ganas de terminar con todo, y claro, cuando decíamos “terminar con todo” no nos referíamos a la vida, sino a las clases y al trabajo, a nuestras casas y a las ocho de la mañana.
Yo una vez había pensado en él, voluntariamente había pensado en él, eso fue cuando apenas lo conocí. Era fácil porque no sabía nada de su pasado, porque se me aparecía como un pececito brillante al ras del agua, sin historia ni nada, y yo me quedaba mirándolo mientras me recuperaba de la operación y me aguantaba las inyecciones. Pero después… ni él ni yo nos queríamos quedar quietos.
Después de la operación algo cambió. Yo me puse menos débil, no digamos más fuerte, y él se volvió menos cuidadoso. De todos modos, nos seguíamos queriendo, nos queríamos mucho aun después, y sobretodo, por habernos visto ese día bajo la luz, y otro día, detrás de los árboles. Sin embargo, si yo pensaba en él ya no venía el pez naranja sino una enorme escalera por la cual se movía una arañita blanca, y yo pensaba, con rabia, para qué necesita la arañita la escalera, si ya tiene su propio hilo maravilloso, si ella es toda una estructura en potencia, miles y millones de escaleras, un solo hilo que penda desde el techo y ya está, pero no… ahí estaba ella aferrada a la escalera y si él pensaba en mí… no sé..
si yo pensaba en ella, había una mujer bajo la lluvia con rostro triangular y algo de barro. Había una equilibrista o una marioneta y además, que me gustaba llamarla como no se llamaba, y es verdad, a veces pensaba en ella para no pensar en la tía Irma y en los caramelos, y porque no me bancaba el frío de la noche.
Hasta que una vez decidimos no pensarnos. Era más fácil olernos bajo la ducha y saber del otro andando en bicicleta o comiendo pan tostado bajo el sol. Vernos era siempre un reencuentro suspendido en la nada, como una aparición que no estuviera anclada en un pensamiento angosto. Claro que eso hubiera sido lo deseado, no pensarnos ni pensar en los pecados…
Me daba risa pensar “he pecado” y además me acordaba de las palabras de Graciela que siempre decía, horrorizada por algún travesti de la tele o por alguna chica semidesnuda, “y eso que yo no soy una carmelita descalza, pero esto es el colmo!”, me daba risa pensar en “eso” como en un pecado, me gustaba que no hubiera sido él quien me enseñara a “pecar”, me gustaba que en otras culturas al mismo acto lo llamaran “reir” así como algunos llamaban al acto de “despertar”, “recordarse”. Y así nos pasábamos horas riéndonos y recordándonos con sueño. Pero nunca pensábamos en el otro.
Él me contó una vez que se había querido quitar la vida, dijo así: “me quise tirar por la ventana cuando entraron esos tipos a la casa y estaba Mauri, que para ese entonces tenía tres años, solo en la habitación”, dijo que se había querido tirar y que no le importaba defender a su hermanito ni los bienes de la casa… que no le importaba nada porque esa era una buena oportunidad para desaparecer. Y me dijo: “no lo hice porque la ventana era de hierro y estaba pintada de rojo y en ese momento me pareció hermosa… el rojo contrastaba con la noche cálida y había luna, un reflejo azul me daba en las manos que temblaban mientras escuchaba que los tipos ya estaban adentro y que casi no habían tenido que forzar la cerradura..qué hábiles, pensé.. y de repente me hubiera gustado irme con ellos” y que después me había conocido en el hospital, porque Mauri estaba en la misma habitación que yo, y que fue más fácil cuidarnos a los dos que llevar una vida de delincuente. Había algo flojo en sus palabras como cuando caminaba pisando hojas y ponía cara de idiota.
A veces él me decía, sobre todo cuando se ponía un poncho rojo que había heredado de su abuelo, “imaginate como sería si tuviera una rodilla de elefante y una trompa de oso hormiguero pero fuera tan delicado como un ciempiés o un caballito de mar”, y yo le decía “pensá en mí como si fuera medio calva y a la vez tuviera el pelo fosforecente, pensá en mí como si estuviera loca y tuvieras que visitarme en la torre de un sanatorio”. Y así nos íbamos pensando a veces, o no. Pero nadie se quería quedar quieto, y nadie quería tener que pensar en el otro, porque eso sería quizás empezar a olvidarnos.