Estaba tan cansada… nos miraba sin vernos. Si se hubiera dormido, si simplemente hubiera cerrado los ojos sobre la falda de su madre, hubiera sido menos escandaloso, pero no, ahí estaba su cara de sueño en pleno día, como un derecho ganado y simplemente estando, allí, entre nosotros despiertos o funcionando en el día.
Tenía la cara como de ciempiés demorado, de hartazgo de calles y de autos, de casas de tía y primer grado. Tan cansada de que su madre a veces impostara la voz y le ocultara cosas, cansada de Esther y de su brazo mal enyesado, de la mochila llena de cuadernos únicos –que proliferarían año tras año- y de la letra de la señorita Graciela.
Querer llegar a casa y tomar la leche acostada en la cama, y que le fuera llegando un sueño blanco o verde, un tejido que ya hubiera comenzado desde el viaje en el micro, tapándole la boca y relajándole las manos, los pómulos y el cuello, y fresco sobre los ojos, el sueño.
Tenía la cara como de ciempiés demorado, de hartazgo de calles y de autos, de casas de tía y primer grado. Tan cansada de que su madre a veces impostara la voz y le ocultara cosas, cansada de Esther y de su brazo mal enyesado, de la mochila llena de cuadernos únicos –que proliferarían año tras año- y de la letra de la señorita Graciela.
Querer llegar a casa y tomar la leche acostada en la cama, y que le fuera llegando un sueño blanco o verde, un tejido que ya hubiera comenzado desde el viaje en el micro, tapándole la boca y relajándole las manos, los pómulos y el cuello, y fresco sobre los ojos, el sueño.
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